A Julián Muñoz no le salen bien ni las huelgas de hambre, que es, según se mire, el único terreno en el que manda uno mismo. Aquello tan antiguo de “en mi hambre mando yo” no ha podido ser articulado por un hombre al que le riñen hasta sus abogados defensores. Desconozco detalles y pormenores de la estancia en prisión del preso más conocido de toda la población penal española, pero me barrunto que su ánimo debe de estar a la altura de un barco hundido en la fosa mariana: los indicios le inculpan, la novia le ignora, los abogados le amenazan con dejarle y la opinión pública le considera un enemigo público. Todo ello es, indudablemente, una demasía, pero al que fuera alcalde de Marbella no le puede consolar nada más que ver su horizonte despejado y eso es algo que, hoy por hoy, ni se contempla. Si el juez le mantiene en prisión preventiva es porque teme que su libertad perjudique a la investigación en torno a la Operación Malaya –supongo– y porque haya un sector de la opinión pública, el mismo que ya le ha condenado, que lo considere un privilegio injustificable. Los jueces suelen ser muy sensibles tanto a lo primero como a lo segundo.
Desesperado por la situación que supone haberlo sido todo –pisos, cenas, coches, portadas, exhibiciones– y ser ahora un preso más de una cárcel llena de sujetos de toda calaña, al novio de Isabel se le ocurrió poner en marcha una medida de presión tan delicada como la de dejar de comer. Al pobre hombre sólo le ha servido para perder un par de kilos y para evidenciar ante media España que su voluntad se vio truncada ante un plato de macarrones. No seré yo quien haga bromas a cuenta de un hombre desesperado, pero la sensación de chiste flota en el ambiente. Ahora es fácil disparar sobre él: está atado a un árbol y es un blanco seguro; podemos hacer chanzas y frases divertidas, pero más convendría manejar una cierta piedad con los perdedores a los que les ha dado la espalda hasta su guardia sentimental.
Lo peor del asunto es que la gente se ría de él, no que le deteste por haber robado o por haber sucumbido a las tentaciones mundanas del demonio civil y municipal, que lo hay.
Sentirse solo, abandonado, derrumbado, descubierto, y, encima, verse como el hazmerreír de una afición que no se ha tomado en serio ni siquiera su intento de autocastigo es demasiado duro para un hombre del que se ha puesto a resguardo hasta su novia otrora tan querida. Tendrá sus razones para deprimirse en viéndose enfermo y acosado, pero ante todo debe dar explicaciones por las muchas irregularidades de su gestión. Después ya habrá tiempo para el lamento sentimental.