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21 de febrero de 2007

Letizia supo estar donde tenía que estar


Ser Rey es fantástico; ser Príncipe también; ser Princesa es perfecto: te cocinan, te abren los sobres, no te preocupas por las luces encendidas, no conoces las facturas del jardinero y no tienes por qué responder a las llamadas que no quieres. Pero si eso es cierto –viajan sin hacer cola en la T4, tienen quien les plancha y prepara la ropa y no suelen padecer el problema de los restaurantes sin mesa libre–, también será justo decir lo que no tienen, que no es poco: no van a donde les da la gana y como les da la gana, no pueden decir siempre lo que piensan y tienen que medir al milímetro sus relaciones personales. Y no pueden, por ejemplo, llevar gafas de sol en los funerales por un aquél de no ocultar nunca su rostro a la mirada ajena: un Rey o una Princesa, ya ve usted, debe aprender a controlar las emociones y a no camuflarlas tras unas lentes negras, como hacemos los demás.

Lo más probable es que no todos valgamos para un trabajo que es indudable que se aprende pero que supone no pocas renuncias mundanas: muchos de los que hablamos con fascinación del mundo de los tapices y oropeles estaríamos hasta el mismísimo a los pocos días de tener que darle conversación a un príncipe alemán en una gala de lo que sea o de soportar siete actos públicos de dudoso atractivo con la mejor de nuestras sonrisas. La vida, como sabemos, es otra cosa.

Un presidente de Gobierno o de cualquier república aguanta tostones parecidos, no con esa intensidad, pero sabe que a los pocos años se va y no va a tener que ser esclavo por siempre, como los monarcas que duran, del mirador social. La princesa Letizia ha tenido oportunidad estos días, precisamente, de poner en práctica las enseñanzas de estos años: tras el fallecimiento de su hermana ha tenido, como todos, que volver a la oficina y hacerlo con la cara de recibir visitas que siempre han de poner los Borbones y sus aledaños, le hierva lo que le hierva por dentro.

Ha sido una manera efectiva de conquistar aprobaciones reticentes: la agenda de trabajo la llevaba a un acto público en no me acuerdo dónde y el solo hecho de verla en su función pocos días después de compadecerla en el derrumbe contenido de los funerales de Érika ha permitido que su figura crezca a los ojos de muchos.

De la misma manera que el Rey, salvando las distancias, confirmó el indisoluble apego de los españoles la noche del 23-F, la asturiana que no nació para Princesa ha conseguido el afecto de los mismos el día que supo estar donde tenía que estar.

 


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