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16 de febrero de 2006

Veinte años de Goya... no son nada


La gala de entrega de los Goya, con premio, es una ceremonia que, por lo visto, emociona mucho a la gente del endogámico y autosatisfecho cine español, pero que acostumbra a dejar bastante indiferente a la ciudadanía en general. No iba a ser diferente la gala que el cine en sí mismo. Si las películas españolas consisten, por lo general, en ejercicios de onanismo estético reducido a sectores minoritarios de la población –quisiera yo saber si la gente de la calle habla como los actores españoles–, las ceremonias de entrega de los premios sirven de escenario perfecto para que no pocos estetas imaginarios dejen caer sus consignas sectoriales y sus aspiraciones ideológicas. El talento innegable de muchos de los creadores del cine español, algunos de los cuales viven tan sólo de haberlo insinuado un par de veces, se apaga milagrosamente en la noche sublime de su “fin de curso”. Nada que objetar, en cualquier caso, cada uno exhibe sus grandezas o sus miserias cuando le viene en gana.

Esta edición es la que cumple veinte, lo que quiere decir que hace veinte que el cine español imita esquemas ajenos –una gala, la verdad, es una gala– y que hace veinte que se sigue preguntando aquello de adónde vamos y de dónde venimos. Destello de brillantez, algunos. Timos de supuesta agudeza, muchos. Todos, en cualquier caso, subvencionados. Estos ensimismados veinte años de autocomplacencia nos han dejado, cómo no, algún momento para la ternura y la emoción, ya que no todo van a ser cineastas sin asomo de autocrítica recién levantados de la siesta y vestidos con lo que tenían al pie de la cama: los grandes del cine español como Fernando Rey, Fernando Fernán Gómez o Paco Rabal han engrandecido la noche, como la engrandeció el monumental Tony Leblanc o el grandioso Manuel Alexandre, nominado como mejor actor este año, cuyas pláticas, por lo general, han sido una lección profesional para muchos medradores de la subvención oficial del ministerio. La dinámica de las galas  han pasado de lo patético a lo correcto, cuando no han caído en lo panfletario.

Los discursos, en muchas de ellas, mejor olvidarlos. No obstante, veinte años después, el cine español está donde estaba, doliéndose de que los españoles les vean poco y estructurando, por lo general, un lenguaje falso, triste, acomplejado y aburrido. Se salvan unos cuantos, evidentemente, pero son los que, normalmente, menos gesticulan, y los que, posiblemente, menos emocionen a la ministra Carmen Calvo.

 


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