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14 de septiembre de 2006

¡Ay, Carmina, si los hubieses visto triunfar!


Pasó lo que tenía que pasar, que dos toreros hijos de torero, sobrinos, nietos y bisnietos de toreros, salieron a su plaza, se pasaron los trastos, se vieron las caras, mataron seis toros y salieron a hombros por la misma puerta por la que años atrás habían salido los que les precedían.

La expectación por ver cómo Francisco le daba la alternativa a Cayetano superaba todos los precedentes habidos y por haber: los dos toreros más atractivos del panorama mediático, hijos de una mujer inolvidable para quienes la conocieron y protagonista de cientos de portadas y debates, se encerraban mano a mano en el ambiente goyesco de la Ronda septembrina, ante los ojos curiosos de aficionados a los toros y de los consumidores habituales de vidas célebres.

Todo salió, como era de esperar, a pedir de boca: toros educados para embestir sin muchas complicaciones, ambiente reventón, carrusel de orejas, emoción escénica, sol espléndido y presencia variada de seguidores, amigos y familiares.

Cayetano templó un toreo acompasado y primoroso y Francisco anduvo magnífico con un toro al que no acabó de rematar con la espada.

En la memoria flotaba el recuerdo de su abuelo Antonio, leyenda torera enterrada bajo el albero de la plaza, el de su padre Francisco, imperecedero sello marcado en los haceres de sus hijos, y el de Carmen, ella, su madre, recordada en la cena de la noche anterior de forma sincera y emocional por los dos hermanos.

¡Ay, Carmina, si los hubieses visto! ¡Ay si te hubieses visto a ti recordada por ellos en unas imágenes que proyectaron tras los discursos entre la congoja sincera de los presentes! Quienes hablan de diferencias entre ellos deben de referirse a las diferencias taurinas, que las hay: la pasada semana eran dos tíos que se iban a jugar la vida y que se fundieron en un largo y cálido abrazo de fraternidad. No faltó la presencia de sus otros dos hermanos: Kiko encorbatado en el callejón y Julián en los tendidos –y más tarde en una cena que los dos espadas ofrecieron a sus amigos–.

Faltaron los que no están, aquellos a los que el mayor recordó cuando le dirigía unas palabras a su hermano horas antes de la alternativa: “Cuánto me gustaría que pudiéramos hoy torear con nuestro padre y nuestro abuelo”.

Pero estuvimos muchos, todos los que tuvimos el privilegio de asistir a esta goyesca número cincuenta y los que la vieron desde la calle en una pantalla gigante.

Desde la duquesa de Alba hasta el más anónimo de los aficionados, vibramos con una tarde que parecía hecha de encargo.

Larga vida torera a ambos, suerte en lo personal y serenidad para entender a los despechados y los maledicentes.
 


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