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18 de mayo de 2006

Pedro Almodóvar, el otro príncipe


El rey Almodóvar acaba de ser nombrado Príncipe de las Artes como consecuencia de su labor continuada, sugerente, original y rompedora en el planeta del cine.

Del cine español, donde todas las demás circunstancias no siempre coinciden en todos sus profesionales.

En el caso de Pedro se observan claramente las aristas que lo diferencian de la inmensa mayoría de cineastas mundiales y que le han llevado a convertirse en un hombre de culto.

No se trata sólo de la provocación, como malévolamente ha querido argumentar alguno de sus contrarios  –todo líder necesita contrarios para legitimarse–, ni se debe todo a la amalgama de modernidades legitimadoras; el éxito de Almodóvar, éxito en taquillas y en reconocimientos internacionales, está en haber adaptado el lenguaje descreído del mejor cine español de los cincuenta –un aire de neorrealismo enternecedor–  a los tiempos que corren, haciendo de él un salvoconducto hacia otros aspectos algo más profundos como la ternura o el desamor.

Nunca faltan éstos en sus películas, que a una por año, completan una obra compacta y solvente, atrevida e insolente.

En la obra del manchego hay excesos, errores, distorsiones gratuitas, bajones argumentales, fallos de lenguaje, como posiblemente ocurra en la obra de todos aquellos que resultan incesantes en su creación, pero el valor general de su trabajo genérico salva con mucho los fallos puntuales que le podamos detectar.

Nunca deja indiferente una película de Pedro, vengo a decir.

Ello, junto a otras consideraciones, ha hecho que el jurado de los premios Príncipe de Asturias piense en él para la edición de este año.

Ciertamente, a Almodóvar siempre le premiaron más en el exterior que en su propio país, lo cual no es un fenómeno nuevo ni inusual en asuntos relacionados con las Bellas Artes, si es que el cine lo es; los franceses fueron los primeros en abrazar su talento y el resto de europeos después, y los americanos, al poco tiempo, se rindieron desde su vertiente menos industrial a sus trabajos.

Llegaron los Oscar a la par que los Goya se hacían esquivos. Y Berlín, Cannes, Venecia le proclamaron como una suerte de torero de Europa ante el brioso cine norteamericano.

España tiene mucho de eso, de factoría de elementos de éxito retardado.

Más allá de los excesos verbales del personaje –nadie, ni usted ni yo, está libre de decir tonterías– y más allá de sus retratos distorsionados de determinadas realidades, Almodóvar ha sido el aguijón que ha espoleado algunos gustos dormidos y que ha complacido no pocos deseos de cine extraordinario vestido muy ordinariamente.

Por ello mi aplauso sincero.
 


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