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22 de junio de 2006

La vida empieza de nuevo... sin ella


En pocos días cesarán los ecos y, probablemente, firmarán los ruidos un armisticio.

Será el momento en el que bajen las espumas emocionales y se aparezca, como si una marea baja lo dejara al descubierto, el espectro de la soledad.

Quedan las habitaciones vacías y no echan humo incesante las cafeteras en la cocina.

Un silencio evocador se instala en los pasillos de casa, una música quieta recuerda cuando hasta el tiempo tronaba y el olor de la memoria se hace perfume de despedida constante.

Ella, nuestra Rocío, que todo lo llenaba, ya no está y sin embargo hay que seguir pedaleando para que los equilibrios no se pierdan y la bicicleta de los días no caiga estrepitosamente al suelo.

Más allá de los cristales empañados, la vida sigue, no se detiene, y manda invitaciones inequívocas para sumarse a ella.

Es más que lógico que a la familia de Rocío ahora sólo les interese contemplar el tiempo en un reparador silencio y reordenar las horas por vivir: dos niños pequeños acostumbrados al calor de madre sobrevenida --después de haber vivido una temprana travesía por la soledad-- deben hacerse a la idea de que las caricias vendrán repartidas por otras manos.

Asimismo, un esposo habituado a sortear la muerte astifina de los morlacos debe torear ahora las embestidas de la desolación, tan bravas, tan violentas.

Una hija felizmente cercana a su madre deberá reorganizar el mapa familiar desajustado que le queda. Y así los demás.

Es evidente que nada es insuperable: el ser humano está hecho a la constante reepitelización, a que una piel nueva cubra a la antigua deshecha por el sol, a que se cierren las heridas aparentemente irresolubles.

La familia de Rocío no será una excepción. Cuenta, por demás, con el pequeño consuelo de saber que una manta de dolor ha cubierto a todo un mundo emocionado de amigos y seguidores, que no están solos ante el desafío del sufrimiento.

Miles de personas anduvieron junto a ellos hasta que la voz de España recibió un abrazo de tierra permanente; miles estuvieron en Madrid y otros tantos dejaron caer sus lágrimas en Chipiona; miles se han asomado a las crónicas exhaustivas de su pasión y muerte.

Esos mismos miles guardarán un sincero pellizco de su presencia eterna, no hay duda, y mantendrán viva una estela de luz difícilmente extinguible.

Los suyos podrán apoyarse en el afecto compartido para apagar los fuegos de los destierros sentimentales.

Poco a poco, se irán rehaciendo los días. Es de desear que todos colaboremos en el descanso emocional de quien ha estado sometido a una larga agonía televisada, narrada, radiada. Merecen que sedimente todo hervor y que se cosan con serenidad los jirones del alma apuñalada.


 


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