Pregones |
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24 de septiembre de 2001 | ||
Pregón de la vendimia de La Palma del Condado (Huelva) |
Cuentan los clásicos que el vino, antes que el perro, es el mejor amigo del hombre. A tenor de lo mucho que une a ambos, habremos de pensar que los clásicos antiguos, tan certeros, tan sabios, están en lo cierto: ¿cuántas veces el vino no ha sido un amigo sincero, asequible, saludable en su justa medida? ; ¿desde cuando acompaña el vino al hombre en su caminar sobre la tierra?. No teníamos noticias de que el perro existiera y ya sabíamos del elixir salvaje de las cepas de nuestros paisajes; aún no habíamos visto caminar a cuatro patas cosas más pequeñas que un diplodocus ni más grandes que un escorpión y sin embargo ya escanciábamos vino en las primeras vasijas de la humanidad. El vino, como el perro, es fiel, y también muerde, pero nunca sin previo aviso: antes bien hay que provocarle con exceso para que deje caer sobre nosotros su dentadura afilada. Hay perros en cambio que serán muy amigos del hombre pero que como te escantilles te sueltan un bocado y se te llevan el brazo. No hay que ir más lejos que a nuestras primeras lecturas bíblicas: el mismísimo Noé, aquél que le dijo a los animales “no os preocupéis que esto van a ser cuatro gotas”, sentía más cariño por el vino que por los bichos a los que iba a salvar del diluvio. Cuentan las escrituras que, incluso, las cogía gordísimas y que el vino era su mejor compañero. Así se entiende que soportara la humedad como la soportaba. Deidades como Dionisos o Baco vienen representándose con la copa en la mano desde que el hombre empezó a pintar a sus dioses: cuán listos los dos, que pudiendo haber sido dioses de la guerra, de la fertilidad, de los mares o de otras gaitas, eligieron serlo de la esencia de la uva. De la prehistoria nos quedan restos fósiles de orujo y uva prensada, lo que nos da la idea de que aquellos que andaban con taparrabos, barbas o cabellos largos, piojos y garrotes, ya sabían lo que hacían: bebían vino, como luego hicieron los griegos y los romanos. Seríamos incapaces de imaginarnos a Nerón si no es estirado en su camastro, dándole lametones a una pierna de cordero y a otra de una plebeya, con un vaso de plata en la mano. Y como a Nerón y a los que le precedieron, a todos los que le rodeaban en aquella corte ilustrada y guerrera del gran Imperio. Los babilonios le llamaron “el elixir de la vida”, y sería por algo, que menudos eran los babilonios para dar puntada sin hilo. El vino nos llega desde la antigüedad de Mesopotamia, junto al Cáucaso, la cuna de lo que hoy bebemos. Telémaco, el de la Odisea, embarcó para un viaje de doce días con doce ánforas de tinto: cada ánfora contenía veinte litros, con lo que hay que deducir que a Telémaco, que iba sólo, le gustaba el vino aún más que a Noé y que gracias a esa compañía aguantó el tirón que aguantó. Y concluyo este paseo histórico con el inevitable pasaje de las bodas de Caná en las que un jovencísimo Jesucristo dio la medida de lo que era capaz con su primer milagro transformando el agua en vino. Está visto que Caná, o bien estaba tieso, o bien era particularmente cortito, porque había dispuesto para sus invitados un fiestón a partir de agua del grifo. Mi inimitable y querido amigo Juan Luis de Tarifa, con su impagable gracia gaditana explica este pasaje diciéndonos cómo la Virgen María consolaba a un San José, entrado en años, que volvía de las bodas con un dolor de cabeza impresionante a cuenta del vino bebido –ya que su chiquillo, puesto a hacer milagro, no dejó ni una sola ánfora por transformar--. En un momento determinado, el carpintero le pidió una aspirina a su esposa con un vasito de agua, y le dijo: “eso sí, por Dios, que no la vea el niño”. “Donde no hay vino no hay amor”, dijo Eurípides, seguramente en una noche de soledad y con todas las tiendas cerradas. El elixir del amor, ese goteo denso y espeso que surge de haberse dolido, es un vino reconcentrado que embriaga y que puede hacernos enloquecer. Todo el que ama, antes o después, recrea todos los sentidos, no dejando ninguno huérfano de trabajo: el del gusto opera con la voracidad del que ha descubierto un oasis después de varios secarrales. El que ama bebe vino y ese vino viene a caer en su cuerpo como el agua generosa que riega las flores de un patio de La Palma. “El vino es amigo del sabio y enemigo del borracho. Es amargo y útil como el consejo del filósofo, está permitido a la gente y prohibido a los imbéciles. Empuja al estúpido hacia las tinieblas y guía al sabio hacia Dios”. Son palabras del célebre Avicena, médico iraní del siglo XI, de cuando en Irán aún no se habían irritado los coranes y las personas se recreaban en tolerarse. Ciertamente, el vino descubre al mediocre, al imbécil, al estúpido. Lo desnuda en cuatro tragos, le retira el abrigo del disimulo: no hay nada como dar de beber a un idiota para darse cuenta de cuanto lo es. Y los poetas. Los poetas y el vino han formado una vieja pareja de hecho. Algunos han llegado, incluso, a establecerla de derecho, dando con ello a entender que sin el vino no se podría medir ni entender su obra: Me basta Lo escribía con su donosura elegante y sencilla la impar Beatriz Mazliah. Como escribió Cervantes: Llenáronse de regocijo los pechos porque se llenaron las tazas de generosos vinos que, cuando trasiegan por la mar, de un cabo a otro, no hay néctar que se le iguale. O como gustó de señalar aquél Séneca que saboreaba el vino como quien saborea el talento: El vino tórnase bueno cuando resultaba nuevo, duro y áspero; pero se sostiene aquel vino que ya en el lagar era agradable. Y yo, novillero y novicio de los decires, vengo a la tierra, amigos. A una tierra que sabe de vendimias como sabe de esperanzas. Gente de la tierra. Gente que se mete entre las cepas como se mete en el amor: con mimo, con el tacto que requiere la uva, con ese tacto de pájaro muerto que parece un racimo en la mano, recién cortado. Por eso, hoy, en el papel, no sé si escribir o vendimiar; no sé si agrupar oraciones o coger racimo, no sé si corregir o podar, no sé si suavizar una frase o acariciar el mosto. Y, al final, no sé si firmar o levantar una copa de vino. Hijos de la tierra y la verdad, que nada hay más verdadero que el hombre sobre la tierra. ¡Dadme hombres de tierra; dadme tierras con hombres! ¡Dadme pueblos hondos, silenciosos, sabios, eternos...!. Para esta noche me gustaría tener palabras como uvas, voz de viña, y desangrar el acento como si mi paladar fuera un lagar de los vuestros. Y desearía tener la sabiduría doctoral de las bodegas, sus encajes de tiempo donde los días tejen sabores en esa catedral de duelas que duelen en las panzas sabrosas de las botas. El hombre y la tierra son Son días estos de agitación y melancolía. Ha pasado el verano, las calores, la vacación, y llegan jornadas de cuello alto y camuflaje. El mundo se dispone a ser dividido entre buenos y malos. Los malos matan, los buenos mueren. Eso, que lo sabíamos bien aquí, empiezan a descubrirlo por medio mundo. Bien está que así sea. Pero el futuro inmediato, en cualquier caso, nos aparece como un amanecer teñido de incertidumbres. Ante la furia de los días, ante el ocaso de los dioses de la templanza, ante el rugir de las gargantas enrojecidas, nos queda la fiesta. La fiesta popular de quienes queremos darnos la mano y levantar las copas. Nos queda el encuentro, el paseo, la conversación, el baile. Nos queda el amor. Ante las cóleras, el sosiego de este sur bien hallado por el hombre tranquilo. Ante la muerte, el renacer diario de un pueblo en paz. De un pueblo en fiestas. De un pueblo de El Condado. En nombre del amor |
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