Sólo aquél que está enfrascado en una batalla consigo mismo conoce las claves que le llevan a poner un fin sobresaltado a su vida. Lo que ha hervido en el interior de la tristeza de Érika Ortiz es algo que sólo incumbe al área particular de sus allegados: bastante trágica es una muerte a los treinta y un años como para que a ese ácido interno le añadamos la curiosidad y el rumor. La autopsia, a la hora de redactar estas líneas, ya habrá dictado lo que ha leído en el cuerpo de Érika, lo cual habrá permitido a los familiares saber qué hizo que su corazón dejara de latir. No estaría de más recordar que la denostada prensa del corazón, incluido el sector televisivo, ha exhibido más prudencia que la propia prensa generalista, la cual ha lanzado juicios preventivos acerca del aluvión que suponía iba a publicar este sector, mientras han sido algunos periódicos los primeros en publicar informaciones acerca de supuestas sobredosis de barbitúricos.
En fin. La preocupación de muchas personas de buen corazón se centra hoy en el estado de ánimo de la Princesa de Asturias, quien tan cercana estaba, al parecer, a su hermana menor. Sabemos que Letizia, como el resto de los suyos, navega hoy entre la desorientación y la pena más honda: una muerte siempre es inesperada cuando se cierne sobre una persona joven, y, aunque tuvieran conocimiento de algún proceso o desarreglo funcional que pudiera estar viviendo Érika, difícilmente se les habría pasado por la cabeza un desenlace como éste, un mazazo seco y frío, inesperado, fatal.
Érika era, a decir de quienes la conocían más allá de su breve perfil público, una tímida mujer que alternaba la sonrisa con una cierta languidez de la tristeza, con la elegancia discreta de las lágrimas inmotivadas. Yo no lo sé, evidentemente, y cometo la injusticia de hablar de oídas, o de “leídas”, pero su fina figura huidiza se me antoja ahora la de una tranquila angustia cabalgando el inquietante tigre de la pena. El desaliento pudo con ella y, al parecer, renunció a más batallas que consideraba estériles.
Me resisto a los juicios precipitados que hablan de una mujer acomplejada por la preponderancia estelar y real de su hermana: los que están manejando ese argumento comprobarán en poco tiempo que no resiste el más mínimo análisis. Érika ha muerto por razones que, probablemente, sólo ella conoce.
El respeto que merece el dolor propio y ajeno, me invita a bajar los ojos prudentemente y a no preguntarme lo que seguramente jamás sabré responderme: sólo dejo en el papel, tintado de melancolía, el adiós solidario de quien, amando la vida, siente que se despidan de ella, a destiempo, hijos inesperados de la soledad.