Aquél que ha pasado por un trance como el de Ortega Cano –y la vida diaria está de llena de ejemplos como el suyo-- sabe que, antes o después, tendrá que volver a encender las luces y abrir las ventanas.
Llega un día en el que te das cuenta de que llorar agazapado no conduce más que a la eterna melancolía, y ése suele ser el momento en el que te incorporas y empiezas a pensar más en el mañana que en el ayer. En eso estamos con José, que ha somatizado en su rostro toda la amargura de la ausencia y que parece ser el retrato atemporal de un viudo. Dice que quiere marchar a Sevilla con sus hijos: como sabemos, una de las decisiones de Rocío en su testamento fue que, a su falta, se vendiese la casa de Madrid en la que han vivido y que el montante se repartiese entre sus herederos. José deja esa casa, por lo tanto, y quiere dejar muchos de los paisajes que le fueron comunes en estos años para iniciar vida cotidiana con parámetros nuevos: ésa puede ser una forma de abrir ventanas, pero no faltará quien ligue esa decisión a la voluntad de poner tierra de por medio con un grupo familiar con el que no se acopla por mucho que se intente.
Puede ser. A pesar de que Rocío fue siempre clara y generosa con los suyos y que trató por todos los medios que su herencia resultase justa y no dejase descontento a nadie, no es fácil repartir todo lo que había ganado la artista con su trabajo y mucho menos hacerlo sin dejar una esquirla de descontento en alguien. La situación más desagradable que podría crearse es la de una familia enfrentada a cuenta de la gestión de un reparto; las heridas que se producen en esas refriegas suelen no cicatrizar jamás y dejan en la boca el áspero saber del pomelo. Aunque en el bolsillo dejen dinero.
A José, no obstante, no le hacen falta millones ni haciendas: Ortega Cano ganó mucho dinero como figura del toreo exponiendo su vida en los ruedos durante muchos años y supo invertirlo adecuadamente, lo cual le permite un desahogo muy tranquilizador. No creo que sea la necesidad económica lo que lo separe de Madrid. El clan Jurado tenía sentido cuando vivía Rocío, que era la amalgama que permitía uniones más allá de diferencias: desaparecida ella, cada oveja tiende a guarecerse en su corral, que es lo lógico. Una vida en escenarios complementarios –Sevilla, obviamente, no es nueva para él– le va a permitir brindarle a sus hijos y a él mismo la prudente lejanía que todo actor debe de tener del drama que le persigue.
Otros aires, distancia de los escenarios que envenenan de pena los amaneceres que, aunque el dolor vaya con uno, adquiere otros matices cuando le da el sol del otro lado.
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