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17 de agosto de 2006

Kiko de Hohenlohe se reúne con su padre


Los Hohenlohe han sonado poco menos que a leyenda veraniega, a historia de palacio costero. Nos hemos hecho a ellos gracias a la labor entusiasta por nuestras cosas del inimitable Alfonso, que se instaló en Marbella y, literalmente, se la reinventó. Ya saben, el Marbella Club, por el que pasaban excelencias mundiales que hicieron de la Costa del Sol una referencia mundial muy distinta a la que hoy pinta. Antes había hecho no pocas cosas, entre ellas abarrotar de “cucarachas” Wolkswagen las calles de México. Sabía vivir y dejar vivir a los demás. Le recuerdo en sus últimos años impulsando en Sanlúcar de Barrameda un campo de golf que ha tardado tanto en arrancar que no ha llegado a tiempo de verlo construido. Guardo con afecto una corbata elegantemente amarilla que me entregó, quitándosela del cuello, la tarde en la que le dije que me gustaba.

Era un tipo que merecía la pena, un creador de historias que hoy se cuentan en los corrillos de la nostalgia. Su familia ha vuelto a protagonizar noticias en la peor sección de todas: el obituario. Su hijo Kiko ha fallecido en Tailandia  en circunstancias aún no aclaradas. Cuando uno es encarcelado en Bangkok no hay quien deje de pensar en estupefacientes de forma automática; en este caso, sin embargo, se trató de una ingenuidad administrativa absolutamente absurda que no se le ocurre a nadie, salvo a quien comete un error de consecuencias trágicas.

Manipuló la fecha de un visado y, aunque parezca mentira, le costó compartir celda húmeda y lóbrega con unos cuantos sujetos más. Su diabetes, o bien cosas que aún no conocemos, le arrastraron a una inexplicable concatenación de circunstancias que acabaron con su vida.

La familia exige una investigación, pero ante determinadas administraciones de justicia suelen servir de muy poco. Su madre, Ira de Fustemberg, mujer que en su eufonía lleva la reminiscencia de una vieja Europa de elegancia y aventura, vistió el negro del adiós con la misma verticalidad con la que se enfundó las mejores sonrisas de una vida envidiada.

Que no quiere decir que haya sido la mejor vida: yo no sé si ha sido feliz, o si hubiera preferido otra existencia, pero su ajetreo lujoso a medio camino entre la crónica social y la leyenda merece ser escrito en los anales de una sociedad que se vulgariza día a día. Han reaparecido los Hohenlohe, pues, en el peor de los escenarios posibles, el de la despedida accidentada, el de la muerte a destiempo. Qué horas más distintas a aquellas en las que las fotografías reflejaban el púrpura jugoso de los veranos de chaqueta blanca y “whisky on the rocks”. 
 


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