La cara de José Tomás embadurnada de la sangre de su segundo en Málaga, sus ojos negros cristalizados por el miedo, el corbatín y la camisa desgajados por la cuchilla de un cuerno y su traje de luces teñido por la casta de otro toro que quiso matarlo, es el nuevo distintivo del auténtico arte de la tauromaquia. Esa fotografía de su tremendo revolcón en la Malagueta (luego vino lo de Linares, en el aniversario de la muerte del Maestro), se iguala en fuerza al toro negro que preside los lomos de España desde hace cincuenta años. Existía la seña de identidad del animal y ahora tenemos la del matador.
El de Galapagar, en un gesto inconsciente de esa escena, lame la sangre pegada en la comisura de sus labios como quien traga la esencia de una insaciable necesidad vital. José Tomás necesita a los toros porque en ellos roza la verdad que busca. Y la verdad está en que cada día escribe su testamento y cada tarde, debe pensar, es buena para morir. Al torero se le rebautiza a diario: el Manolete de nuestros días, el hombre que asusta al miedo, el dios de los ruedos, Tomás sin miedo o, por qué no, “el perfumista”. Como el personaje de la novela de Patrick Süskind, el torero carecería de olor corporal, porque quizá los olores evoquen el privilegio de la invisibilidad. Por eso él cree ser un holograma ante los toros y de ellos acaudala en cada embestida lo que más necesita para alcanzar el gran poder de su verdad: su perfume. El maestro es diferente a los demás. Todos intuyen que él es distinto. Les infunde miedo porque posee un extraordinario sentido del olfato para la lidia. Seduce a su presa, la hipnotiza con los ojos, se acerca para no alterarles con su presencia. Les arranca, a base de gaoneras escalofriantes, el sudor de la dehesa. Con naturales de ensueño les hace exhalar sus babas. Con los estatuarios mayestáticos vierten su primera sangre… Tomás, extasiado por la fragancia rezumante de los astados, persigue esas esencias por cada callejón y cada plaza mientras una sensación de escalofrío recorre la nuca de la multitud entusiasmada. El maestro trata de capturar cada fragancia, beber de ella como si fuera un líquido, pero, como la frustración que sufría Grenouille, se da cuenta de que es imposible capturar, destilar y enfrascar las esencias que completarán su verdad. José Tomás acumula perfumes de toros, sean estos albahídos, dorados o perlinis, aparejados, meanos, o llorones, bien armados, cornipasos o veletos.
Impregnada la muleta de las esencias del toro, expande con naturales su perfume por todas las plazas embriagadas por su toreo.
A José Tomás aún le quedan gotas de perfume para seducir al mundo entero. En su mano está el administrarlo para no dejarse devorar por el perfume más valioso de mundo: el de la vida.