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Diario Sevilla
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19 de diciembre de 2004

Piel de estatua


Sigo estremecida tras observar una de esas fotografías captadas por valerosos reporteros capaces de hacerse invisibles en recónditos lugares donde hombres, mujeres y niños sobreviven a tragedias abominables. Países, o trozos de ellos, que forman parte de esta Humanidad marcada por las diferencias. El hombre, el ser semejante, el que tiene iguales derechos y desea en su mayoría los mismos objetivos, vive separado por fronteras, ríos, mares, paredes, puertas, leyes, silencios y hemisferios. En el Norte, los ricos; en el Sur, los pobres. Diferencias aún, marcan las pieles nativas diseñadas para soportar distintos climas y soles. Al Norte, los muy blancos; más cetrinos por la mitad del Globo, y oscuras, o muy oscuras, del Ecuador para abajo. La piel sigue hablando por sí sola.

Los pies errantes por la calamidad de un hombre negro protagonizan esa fotografía destinada al rápido hojear de un semanal que se pasa con la leve humedad del dedo. El movimiento letal de la muñeca pasa página dejando en la nulidad la tragedia que imponen los pies de este senegalés. Pies calzados con el ingenio de la miseria por dos botellas aplastadas de agua mineral, convertidas en chancletas con deshilachadas cintas de lona. Sus dedos sanguinolentos, copados por uñas escamadas y cutículas resquebrajadas. Pliegues embrutecidos por la pobreza, dedos ausentes de tersura, callos curtidos por la pulla de las ardientes dunas. Pies de tan inerte piel como la esculpida en madera de ébano.

La túnica negra del cuerpo delata su paupérrima vida. Por ello emprendió el viaje infernal desde Senegal hasta Fuerteventura, nuevo destino tras la intensa vigilancia en el Estrecho, y mucho más peligroso. Un mes desde su hogar hasta el paraíso. Treinta días en el desierto esperando órdenes de su guía hacia el exilio, mientras construyen con sus propias manos míseras pateras que flotan tan milagrosamente como Jesucristo sobre el Lago Tiberíades. Les separan 20 horas de mar Atlántico, desde Agadir a Canarias, y no todos llegarán. Amontonados en la podrida patera, como cadáveres en una fosa haitiana, treinta y cuatro inmigrantes emprenden la marcha hacia la Gran España. Arruinados tras pagar mil euros por el tránsito y despojados de sus Biblias, Coranes o amuletos prohibidos en las pateras, con suerte son interceptados y, para su desgracia, repatriados en medio de la deshonra familiar.

Es el cotidiano intento de los del pobre Sur por plisar el mapa y vivir, como mínimo, como el que peor habita en el Norte. Hay quien ha vaticinado que a los del Hemisferio superior nos estalla la hecatombe y terminamos morando en campos de refugiados de los países tercermundistas. Aunque haya sido sólo en cine, supongan que la fotografía ha captado unos pies blancos calzados sobre dos latas de coca-cola anudadas como chanclas con trozos de una bandera rota. 
 
Mariló Montero


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