Me conmueve la nueva imagen de la princesa Doña Letizia. Me estremece observar que su mirada se ha perdido en algún lugar del camino que une nuestros extremos: la realidad de nuestro presente y el recuerdo de nuestro pasado más cercano. Llevaba mucho tiempo sin aparecer en público, pero lo hizo para consolar a los familiares de los fallecidos en el Líbano. Me pareció que se movía entre la pena por la ausencia de una vida ajena y esa otra pena por la pérdida de su vida propia. Como si unos tristes recuerdos resonasen en las canciones que escuchamos, en los versos que intentamos escribir y que nunca nadie leerá. Todo sabe a pena prohibida.
Ahora, me pareció, su rostro se cubre con un halo musical de arpas angelicales apenadas por haber descubierto otro poco más de los azotes de esta vida común. Muchos cronistas relataron su vida como la de la protagonista de un cuento de hadas con varita mágica con la que bañaba de purpurina los hermosos cabellos de jovencitas humildes y que se convertían en princesas al ser abrazadas por la capa del bello príncipe mientras cabalgaba en su caballo. Era, dijeron, el abrazo más hermoso de la vida: el del amor. Pero hoy, a pesar de tenerlo todo, la princesa luce otra mirada. En la foto de estos días aparece bella, sí. Bella por ese dolor que le borra la tensión de una actitud forzada por sus nuevas circunstancias. Sus actos públicos están sujetos siempre a un escrutinio, a una expectativa que casi se diría histórica, pendientes de una aprobación masiva que puede volverse en contra. La vida de la Princesa pudo haberse tallado en un colorido cuento, pero está abocada a escribirse con letras muy pequeñas en hojas de enciclopedia.
Miro otra vez su rostro etéreo y ausente. Allí donde usted mira y no ve está su consuelo, el refugio de sus pensamientos y de sus voces más íntimas. Ha encontrado en un templo público, rodeado de ataúdes cubiertos con la enseña nacional, consuelo para su dolor; para sus dolores. La muerte de varios soldados en un acto patriótico ha sido el único motivo que le ha arrancado de palacio, donde le esperan sus hijas. Quizá porque sólo entre huérfanos de padres y hermanos ha sentido un espíritu lineal en el que se confunden los abrazos y los bálsamos.
0bservo sus manos y creo que el pensamiento que parece ausentarla de su vigilado puesto no le ha arrancado del todo su consciencia, reflejada en la apretura de manos que la contienen. Y encuentro una luz en su interior. Tal vez no haya hecho nada más allá de merecer una ovación, pero tampoco ahora se requiere. Está de partos, primera fase de su obligación, que, visto desde la perspectiva humana, suena a fauno. Quizá deba elegir un modelo de princesa, nuestra Princesa: usted misma, sin ir más lejos.
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