Aunque no estaba muy convencida, Taylor obedeció a su padre.
Cargó la batería de la cámara de vídeo con la que debía grabarle la que supuestamente iba a ser su última borrachera. Toda la parte técnica estaba preparada para filmar la actuación que le iba a otorgar al actor la mejor interpretación cinematográfica del peor personaje elegido. La producción resultó muy simple. Una cámara personal, una improvisada directora, una habitación en un lujoso hotel de Las Vegas y un actor beodo por el éxito: David Hasselhoff. Para la representación no era necesario ningún guión. Sólo había que esperar a que volviera a ocurrir una escena deplorable que se repite tantas veces como se puede rebobinar una cinta de vídeo.
Taylor esperó inquieta en el hotel de Las Vegas a que su padre regresara de representar el musical de turno. En pocos minutos Hasselhoff caía al suelo, tumbado por la cantidad bestial de alcohol ingerido. A pesar de ver a su padre tirado como un trapo, a Taylor no le tembló el pulso. Con su cámara en la mano grabó un trago tras otro. Tragos que no eran más que cuchillos con los que el protagonista de los vigilantes de la playa intentaba matar cada uno de sus problemas. Todos los de su vida interior, destruida por la vanidad inherente a los artistas deslumbrados por el público, que les adora como si fueran personas irreales, o por el falso mundo y los nefastos efectos de la fama.
Con tan sólo dieciséis años, Taylor creía que se estaba convirtiendo en su salvadora. Pensó que merecía la pena darle a su padre alcohólico la última oportunidad que detonara en una solución que permitiera reagrupar a su familia. El matrimonio ya estaba perdido, la dignidad pública también. Hasselhoff es despedido con frecuencia de lugares públicos, se le prohíbe tomar aviones y recae sobre él una orden judicial que le impide acercase a su ex esposa a menos de medio kilómetro. La familia está, ya, rota.
La joven ha mostrado al mundo cómo es el auténtico protagonista del coche fantástico. Semidesnudo, Hasselhoff se muestra absolutamente borracho, tambaleándose en el suelo de la habitación, donde come una hamburguesa que se le destroza en las manos, incapaz de dirigir el alimento a la boca. Taylor, sin caer en el desaliento, le advierte de los efectos que le produce el alcohol, le pregunta el por qué de su autodestrucción y le advierte que un médico determinará su nivel de alcohol, por lo que podría ser despedido. Pero Hasselhoff, el hombre fantástico y musculoso que conocemos, termina sentado en la taza del water, en el trono de los odres, con la cabeza entre las manos, aullando su soledad. Solo, como quienes se alimentan de las loas falsas surgidas de la fama que mutan a las personas y que creyeron ser lo que no son mientras se olvidan de ser como le quisieron quienes les quieren. Y quienes, esos sí, están solos.