Con la delicada liturgia de una sigilosa Geisha Liu oculta su identidad bajo el maquillaje blanco. El afeite debe borrar a los ojos de los espectadores cualquier realidad que les alcance para trasladarles a un mundo fabuloso. Cada noche, perfila las líneas de sus ojos, exagerando su belleza oriental dieciochesca, para que sea percibida desde el último rincón de la platea circense. Esculpe después su figura delicada y enérgica en una malla oceánica para realizar su acrobacia diaria en el número Ballet of light del Circo del Sol donde ocho contorsionistas brotarán en cadena vertical sobre la mínima base de la punta de un pie. La danza sobre la luz, escenificada sobre una docena de bombillas iluminadas, hincadas en una diminuta plataforma, expresa con figuras humanas la demostración de que lo imposible no es cierto y que se convierte en verdad por el esfuerzo del Ser.
Liu y su tropa de gimnastas manaron tras el telón en un vertiginoso puzzle carnal, cuando al segundo compás de la música, una lámpara de cristal, en un latigazo traidor, desobedeció su trayecto coreográfico contra la cabeza de Liu donde se hizo añicos. La efigie humana se desintegró con tal finura que el público desconcertado ni si quiera espetó el gemido de un gato dolorido. Las acróbatas recompusieron inmediatamente su semblante. La punta del pie colocado sobre la bombilla, la pierna izquierda edificada en paralelo al tronco, y el pié en ángulo recto contra la oreja como base para otra equilibrista que acomodaba la puntera del suyo. Y al final, la bella sonrisa de un maquillaje oriental que comenzaba de desvanecerse en lágrimas.
Liu soportaba la interminable función, sumergida en el intenso dolor con un sonriente gesto, mientras un incontrolable surco de sangre aniquilaba la imposible fantasía exteriorizando la verdad de lo real. Lágrimas taciturnas de una acróbata que negaba el mal y anteponía la profesionalidad. Sin dolor no hay triunfo. Liu, se convertía en el símbolo de cientos de gimnastas, trapecistas, contorsionistas, acróbatas, funambulistas que dedican su vida a retar a la tortura, a convertir en varas de goma sus huesos, a forzar a las rótulas hasta el giro completo, a que las contorsiones no encuentren límites en el movimiento. Liu y su tropa, además de un fascinante espectáculo desbordante de bellezas inverosímiles son ejemplo del trabajo continuo, de la disciplina, el sacrificio y que el dolor es algo íntimo e intransferible.
Lui Ping finalizó a la perfección su obra. El espectáculo se suspendió durante varios minutos para ser atendida por el servicio de urgencias. Una mopa borró los cristales rotos que hacían peligrar a las gimnastas. El espectáculo continuó después y en el momento de los aplausos finales Liu no salió a recibirlos. Había sido trasladada al hospital donde le pusieron tres grapas en la cabeza; una cicatriz que será callada tras un maquillaje blanco tan silencioso como los pasos de una Geisha.