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Diario Sevilla
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11 de febrero de 2007

Ver o no ver


Como la niebla blanca que rezuma de las vertiginosas cataratas del Niágara tras el precipitado embate contra el lecho del río, así era la mirada de Maria Basilia. Como un colosal granulado de agua blanquecina  que empaña la sublime escena de ese gajo del globo terrenal imposible de parar, así era la mirada de Maria Basilia. Como la corriente del río cantor al que nadie se detiene a escuchar, así era la mirada de Maria Basilia. Húmeda, cegada e inmarcesible hasta la eternidad.

Los blanquecinos ojos de Maria Basilia han estado cegados media vida. Treinta años, sin ver, por culpa de la corriente del desconocimiento que surca su humilde poblado andino y una sorda carestía humana. Empezó a perder la vista hasta que ya no vio nada más. Algo natural, dentro de la fatalidad, pensaron los suyos. Así era la mirada de Maria Basilia. No veía, ni veían que podía ver si un médico la hubiera visto bien. Hace una semana que la pequeña mujer arrugada de pies descalzos, de ropa oscura y sucia, poncho morado y sombrero de pluma, puede ver. La trajeron a España desde una remota aldea de Ecuador después del asesinato de su hijo Carlos Palate para no sé que. ¿No es asombroso que después de treinta años siendo ciega se haya descubierto que eran unas simples cataratas las que le impedían? Treinta años. La mitad de su vida sin ver. Maria Basilia jamás había podido mirarle a los ojos a su hija Elvia. De su Jaime, de veinticinco, mantuvo de memoria el rostro de un bebé de cinco. El gesto de Giovanni se congeló a los siete y a su Carlos, ahora fallecido, no le vio a él aunque si ha visto lo que el vio donde vivió. La muerte de su hijo la ha traído a España donde los médicos vieron lo que otros no pudieron ver: unas simples cataratas. Y le sacaron de las tinieblas. Le han dado la vista, pero no la vida porque a Maria Basilia no le gusta lo que ve. La han llevado a Valencia para que conociera el lugar donde trabajaba su hijo fallecido, el piso donde dormía después de sudar en la fábrica de plásticos y de recoger naranjas, y no le gustó lo que vio. Con sus tres hijos vivos fue a la playa valenciana donde vio el mar por primera vez: ¿y toda esta agua a dónde va?, preguntó Maria Basilia desde la arena que temía pisar. Por lo que le contaban sus mayores, cuando era niña, el mar era un lugar donde el sol y el océano se juntaban, pero muy triste según le confesó su marido antes de morir.  Así era la mirada de Maria Basilia antes de ver: un mundo creado por referencias, olores, sonidos, tactos e imaginación. Un mundo que los videntes creemos que es mejor pero que ahora Maria Basilia ve peor. Maria Basilia, ha subido por primera vez en avión, tren, escaleras mecánicas, ha pisado la playa, ha visto el mar cuya agua le huele rara. ¿Y esta agua a dónde va? vuelve a preguntar. Las olas no le devolverán a Maria Basilia a su hogar. En su regreso en avión, Maria Basilia podría sentirse aliviada al verse cegada otra vez por las nubes que señalan su camino de retorno. Creerá que las nieblas del cielo le han devuelto a su ser porque ha visto lo que nunca quiso ver. Su propio hogar con más de sesenta años, será, también, nuevo para ella. Le han dado la vista a Maria Basilia para ver lo que nadie quiere ver: no poder volver a ver a tu hijo porque se evaporó entre otra estruendosa catarata de dinamita que iluminó sus ojos pero oscureció su vida. Ver o no ver, esa es la cuestión.

 

 


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