7 de octubre de 2024
 
   
     
     
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El autógrafo


El otro día presencié uno de esos actos tiránicos que evidencian la desigualdad de clases que pueden crear ciertas personas con sus actitudes. El tipo interpretó su papel enarbolado en la atalaya inaccesible de la fama; el otro (la otra en este caso), se posicionó al ras del pedestal desde donde se descoyuntaba el cuello mirando al ídolo que surcaba las nubes. La escena sucedió en la longitud del pasillo de los Paddock de Formula 1 del circuito Montmeló -los salones donde los seguidores de cada escudería se reúnen para ver la competición a la altura de la meta. A tres horas del inicio de la competición, el pasillo de los Paddock era un auténtico hervidero de personas, con función o sin ella. Y mezclados, los pilotos.

Cuatro tipos como armarios roperos, vestidos de riguroso negro, rodeaban con un muro infranqueable al joven ídolo Nico Rosberg, inyectando a cada paso en el suelo columnas de cemento armado para proteger a este novato en la Fórmula 1. El chaval, que caminaba erguido, parecía metido en una pecera, seguro de la impenetrabilidad del área, marcando la diferencia social y evidenciando el lujo que, él presumía, era llegar a tocarle o conseguir sólo verle. La petulancia también le dominaba su forma de mirar. Clavaba los ojos al final de su camino y evadía torcer la mirada al soslayo para no encontrarse de lleno con miradas ajenas que pudieran delatar su encubierta humanidad. Pero todo el dispositivo se vino abajo por la pasión exacerbada de una educadísima señora dispuesta a dejarse humillar con tal de lograr un autógrafo para su hijo.

Ella, cual Keanu Reeves en Matrix,  penetró con su mano el inexpugnable muro y llegó a alcanzar el codo del piloto. El joven respondió con arrogante indiferencia a las peticiones insistentes de la señora en cuestión para que le firmara un autógrafo, mientras los presentes, atónitos ante el desprecio del piloto, clavamos en la nuca de Rosberg nuestros más sinceros pensamientos.

El autógrafo, una simple firma, no parece ser más que un trazo de tinta con nombre propio, a veces ilegible, pero capaz de hacer realidad los sueños de un niño. Un garabato que al admirador puede hacerle sentir que ha obtenido algo valioso, generoso o cariñoso del mito para recrearse en la intimidad o mostrarlo con orgullo a sus amigos. Un autógrafo del ídolo puede hacerles creer que les contagia algo de sus éxitos y triunfos, puesto que es lo más cerca que han estado en sus vidas de las conquistas que todos deseamos alcanzar en algún momento. Pero a veces, cuando las estrellas plasman su rúbrica lejos de un documento bancario, pueden llegar a creerse que son en realidad seres hechos de otra pasta y residentes en un estúpido planeta extraterrestre. El gesto de firmar un autógrafo es un acto sencillo, gratuito, con un fondo de inversión que complace la ilusión de un pequeño (también de un mayor) y que siembra la fama popular del ídolo.

La impopularidad, dijo alguien, la tiene asegurada todo aquel que goza de popularidad. Ante esta premisa, más le valdría a este joven piloto, y a otros con más gloria que él pero con la misma fama de soberbios y que se comportan así en ausencia de cámaras, que una reputación de mil años puede depender de la conducta de un minuto.

 

 


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