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27 de mayo de 2007

El octavo arte


Me resulta difícil recordar la primera vez que fui al cine, pero creo que lo he conseguido. Ocurrió en París, siendo una niña. ¡Qué maravilloso tandem: ¡cine y Paris! Cuando las cosas hermosas se unen es cuando surge la nostalgia, el enamoramiento por un recuerdo que madura con el paso del tiempo. La memoria es el mejor archivo donde releer tu propia vida y quienes a ella le dieron sentido. Uno de los valores de la memoria es que brota por un detonante negativo con la excusa de recuperar lo auténtico. Se están cargando el cine.

Recuerdo que fue mi tía Lola  -las tías Lolas son tan maravillosas que se les hizo un libro y yo a la mía le haría una película o un monumento también. Decía que fue mi tía Lola quien me llevó por primera vez al cine. Yo era una cría. Vimos “101 Dalmatas”. Lo extraordinario fue entrar en un gran salón que yo, hasta entonces, creía que tenía por cubierta un cielo lleno de estrellas luminosas. Me impactó más la sensación de estar bajo ese universo que el hecho de ver la película. No hace mucho que ella convirtió en realidad mi fantasía. No hubo cielo azul ni estrellas luminosas, el cine no era al aire libre: el techo estaba pintado. Es igual, cada vez que entro en un cine consigo ver ese cielo y tenerla a ella en la butaca de al lado. En el cine se viven miles de leyendas de cine. ¡Cuántos roces de manos han eclipsado la historia gigante! Los escalofríos y cosquilleos que recorrían todo nuestro cuerpo por un simple roce de un dedo. Eran los amores de cine. Buscabas en la oscuridad a tu protagonista preferido y meterte en la vida de los personajes. Todos esos sentires eran el octavo arte.

En el rito semanal de ir al cine con mis amigas, un día me enamoré. Él se llamaba John. Caminaba con mis amigas por el campus del Colegio cuando una de ellas voceó a su novio. A su lado se encontraba, de espaldas, un muchacho vestido con una cazadora de cuero negro. Con toda la chulería que caracteriza a los tipos que se alzan las solapas hasta las orejas, giró su cabeza sin despegar su mano derecha de la pared donde coqueteaba con una joven. Sujetaba un pitillo entre los labios entreabiertos, los ojos azules como el cielo me miraron con un cierto aire de prepotencia. Es él, pensé y sentí. Él era para mí. Me costó, pero al final nos fuimos volando en un coche que arrastraba una larga cola de latas y un cartel en el que ponía “just married”. Él era John. Yo, Olivia. Él era cine y yo carne.

Este es el auténtico valor del cine. Enamorarte, emocionarte, llorar, temer, asustarte, reír, identificarte, repudiar, aprender, descubrir, ser abducido. Todo ello se pierde con el pirateo cinematográfico. Los denunciantes olvidan que, además de dinero,  se pierde la cultura del octavo arte: ver cine en el cine.
 


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