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Diario Sevilla
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10 de junio de 2007

Tiene pantalones la justicia


Estaba tan entusiasmado por su ascenso a juez administrativo de Washington que Roy L. Pearson se puso a bailar a ritmo de Joe Cocker en su despacho. Tantas cabriolas le obligaron a tomar asiento. Se echó en el sillón de piel, rodeado por los cientos de libros que tapizaban las paredes. Para aplacar la rotundidad de los latidos de su corazón tomó una bocanada de aire tan gigantesca que aspiró todas las letras, las grandes y las pequeñas, de  su biblioteca. Se tragó toda su carrera de un bocado.

Su primer pensamiento le transportó hasta la mañana siguiente: se imaginaba ante sus colegas, presumiendo y coronado por la admiración. A partir de ahí, su petulancia le ascendió como un torpedo a la punta del Empire State, desde donde empezó a ver al resto de los humanos.

Preparaba la ropa para el trascendental acto, cuando Roy decidió enviar sus pantalones favoritos a la tintorería. Al ir a recogerlos, la familia Chung le confesó que se habían extraviado, por lo que Roy no pudo ponérselos el día de autos. Como si un tornado de avispas le vomitara por la boca, el rutilante juez, que ya había alcanzado el tamaño de King Kong, arrojó  sobre el matrimonio de inmigrantes todos sus conocimientos legales.

El abanico de ofertas compensatorias que el humilde matrimonio Chung ideó para el señor Roy L. Pearson era interminable y hasta irracional. Primero le brindaron a Roy tres mil dólares, luego, cuatro mil seiscientos y, así, hasta los doce mil dólares. Pero el flamante juez no sólo rechazó todas las propuestas, sino que, con la ley en la mano, y toda la arrogancia que se había tragado, exigió sesenta y siete millones de euros por sus pantalones.

En su sentencia, al juez Pearson se le fue tanto la mano con el martillo que se golpeó la cabeza hasta desordenar su biblioteca mental y la espiritual. Con los pájaros dándole vueltas alrededor de la chola, a Roy se le plantó un huevo en el cocorote. Como nunca más regresó a la tintorería de la familia Chung, la más cercana a su casa, a Roy se le ocurrió pedirles medio millón de dólares más por el alquiler de un coche para ir hasta otra que quedaba mucho más lejos.  Reclamó también una compensación económica por “el sufrimiento mental, molestias e incomodo”, y otro tanto por los fastos legales. Además, ha multiplicado por tres la multa, ya que la denuncia va dirigida al padre, a la madre y al hijo Chung.
 
En toda esta historia, la familia Chung ha tenido como única defensa el mostrador de su tintorería. Desde la puerta sólo pueden verse, ocultos en su trinchera, seis ojos rasgados en fila india apoyados por la nariz sobre la madera, donde cayó un hachazo de incomprensión e injusticia. Hoy por hoy, la familia piensa en regresar a Corea del Sur para evitar la  demanda. Así se viste a veces la justicia, por los pantalones de Roy y con los llantos taciturnos de la mimada heredera Paris Hilton.



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