Dejó de pasear del brazo de su esposo después de que un tropiezo con una raya pintada en el suelo la tirase al piso. Carmen comenzó a sospechar algo malo cuando unos inquietantes calambres en las manos le empezaron a impedir pintar más cuadros a plumilla. En secreto, consultó en una enciclopedia que presidía el mueble del salón todo tipo de enfermedades con síntomas espasmódicos como los que sufría en sus extremidades. Aunque nunca pudo ejercer su carrera de enfermería, su curiosidad vocacional era perenne. También su sigilo profesional. Jamás confesó el cruel diagnóstico a sus hijos ni a su marido, que seguía recriminándole por haber roto la costumbre de pasear juntos los domingos por la tarde ante los escaparates de la plaza de su pueblo.
¡Traiga un vaso de agua!, le dijo el apiadado especialista a su enfermera. El doctor pretendió que, con una bocanada de agua, la hija de Carmen tragase la apocalíptica noticia que acababa de anunciarle: a su madre le quedaban cuatro años de vida. Y fueron cuatro años de reloj antes de que el de Carmen estancara su pitido, agudo e interminablemente lineal, en el monitor colocado a la cabecera de su cama en la UCI.
Carmen nunca perdió la dignidad durante el tortuoso tratamiento. Los medicamentos de la Unidad del Dolor de la Clínica Universitaria de Navarra la sumían en un profundo adormecimiento que le impedía ser consciente de la vida que brotaba en su casa. Sus hijos se iban casando. Los nietos empezaban a llegar y sólo gracias al ingenio de los suyos podía acurrucarlos. La rareza de su enfermedad se convirtió en la comidilla del pueblo y llegó a oídos de un estudioso doctor dedicado a investigar enfermedades raras para las que no existen tratamiento y cuyas víctimas son desahuciadas de los hospitales. Eso le regaló unos meses de vida y moderó sus dolores sin perder la conciencia. La enfermedad la zarandeó hasta la extenuación: la tiró mil veces al suelo y se reventó los pómulos otras mil porque sus manos carecían de reflejos para protegerse del golpe. Derribada en la cama, la imparable enfermedad seguía sofocando la vida que quedaba en su cuerpo.
En la silla situada siempre al lado de su cama se sentaban todos: su marido, sus hijos, sus amigos… todos los que la adoraban. Un día, alguien se sentó allí. Cogió sus manos, le miró a los ojos y le preguntó: ¿quieres la eutanasia? …Carmen parpadeó dos veces: eso significaba un no. Con los mismos ojos, que eran su voz, empezó a elegir las letras imantadas de la pizarra con la que se comunicaba con los suyos y explicó: “Morir es muy duro, pero es lo que desea el Señor. Piden la eutanasia para las enfermedades incurables: la vida es incurable. También hay que saber morir”. Y Carmen murió dignamente, como había vivido. Como una señora.
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