Reflexiones a media tarde, después de un preceptivo gin-tonic de Bombay Zafiro: ¿Es Sarkozy la reedición europea de Kennedy? Pues vaya pregunta me hace usted, dice mi otro yo. Kennedy `reinó´ en el prodigioso despertar de una década en la que todo espejismo era posible, en la que los Camelots proliferaban como setas de posguerra, en la que la revolución sexual comenzó a cambiar el mundo; Sarkozy, en cambio, llega a Francia, a Europa, en los albores de un siglo confuso en el que la tecnología suple cualquier ilusión revolucionaria. Kennedy era joven, guapo, de origen irlandés, católico y esposo de una dama turbadora e integrada en las futuras vanguardias de su tiempo. Sarko, no.
Quiero decir: Sarkozy puede ser cosas mejores, pero ni es esencialmente guapo, alto, católico ni irlandés. Aunque la dama, ¡oh, la dama!, marca un antes y un después. La nueva revolución francesa viene marcada por una agenda sentimental: El viejo Miterrand y la momia de Giscard mantenían vidas paralelas y, en el caso del primero, se descubrieron sus afanes extramatrimoniales después de muerto. Nicolas ha tirado por la calle de en medio con un desparpajo inaudito en el siglo XXI, que es el siglo de las libertades privadas, pero de las contenciones públicas: siendo presidente electo de Francia se ha separado de su esposa y ha anunciado arrumacos con una modelo y cantante de especial atractivo con la que se ha dejado ver en Disneylandia y en las riberas del Nilo.
Todo, fascinante. Ni Kennedy se hubiera atrevido a tanto. El ribete de la ropa interior de Carla Bruni, atornillada por la cintura por el brazo presidencial, es el mejor anuncio de un país en sacudida, saliendo del armario de la decadencia de Chirac, desperezándose del marasmo funcionarial de una política oxidada y vieja. Algunos analistas califican de frivolidad el viaje a Egipto de la pareja del momento y aventuran males futuros como consecuencia de tanta exposición pública de los secretos de alcoba, de las intimidades sentimentales; pueden estar en lo cierto, pero por el momento sociedades de diferente signo han agradecido la sinceridad y parecen bendecir la naturalidad con la que se ha completado el proceso. Si Kennedy hubiese dejado en la calle a Jacqueline y a sus dos hijos para pasear su pasión desmedida con Marilyn por las calles de San Francisco, su estrella no hubiese durado ni un minuto; sin embargo, las cosas hechas a su tiempo en esta Europa del marasmo le pueden significar al presidente francés un guiño de complicidad por parte de la ciudadanía.
Y, a partir de ahí, a pelear con los sindicatos, a los que les ha ganado la primera batalla, como hizo con éxito la señora Thatcher recién llegada a Downing Street, gracias a lo cual pudo empezar a dominar un país en perfecta decadencia y descomposición. Lean a tal efecto el interesante libro de John O'Sullivan "El presidente, el papa y la primera ministra", o déjense caer por las memorias de la dama europea más trascendental de finales del XX. Paralelo a ese primer envite de política interior, Sarko ha liderado la transformación de la Constitución europea en el Tratado de Lisboa, ha volado a un par de puntos calientes del planeta a liberar a ciudadanos franceses –y españoles— con problemas y ha establecido un mapa distinto de influencia en el norte de África. Al cabo de unos meses de haber barrido a la inconsistente Ségolène Royal, Sarko, como Kennedy, ha despertado una inusitada ilusión en los que esperaban pacientemente el advenimiento de una nueva frontera. Está por ver su evolución y su final, siempre impredecibles: de no haber sido asesinado, Kennedy hubiese tenido muy difícil explicar a los norteamericanos algunos errores de bulto de su política tanto exterior como interior, hasta el punto de que pudiera haber sido derrotado en unas siguientes elecciones. Sarkozy tendrá tiempo, siete años, para corregir rumbos, pero parte de un precedente tan lamentable, Chirac, que será difícil que la ilusión y la firmeza que vende no cuaje en algo positivo para Francia y para Europa entera.
Qué bueno estaba este gin-tonic.