Una compañía aérea es lo que tiene más cuento del mundo, excepción hecha de IATA y AENA, que son dos cuentistas de tamaño Jumbo. Soy de los que creen que a una compañía aérea habría que pagarle siempre a la llegada, nunca antes de la salida. Resultaría de lo más eficiente decirle al empleado o representante de la misma: ustedes me han traído, cierto, pero con una hora de retraso, razón por la cual yo les tengo que descontar del pago un tanto por ciento por la hora perdida, ya que no es lo mismo llegar a las doce que a la una, evidentemente. De ser así, estoy convencido de que muchos de los retrasos se evitarían. Existen, es cierto, imponderables tales como los rayos y truenos, pero la mayoría de las veces los retrasos o las cancelaciones son consecuencia de la inoperatividad o la mala planificación: los pilotos ya tienen por costumbre tomar su micrófono y pedir disculpas al pasaje por el «leve retraso» del vuelo debido a la llegada tarde del avión de procedencia –que, normalmente, ellos mismos pilotaban– o por la consabida congestión de tráfico aéreo. En el caso de que un avión llegue tarde, el perjudicado es el viajero, justamente el único que no es responsable de esa circunstancia, y sin embargo debe apoquinar como si el vuelo fuese puntual. Imagínese que llega usted a la ventanilla de la compañía y le dice al personal que atiende: «Verá usted, por problemas operativos con mi tarjeta de crédito no puedo desembolsarle ahora la totalidad del importe, con lo que, de no importarle, se lo hago llegar mañana por transferencia». Lo más probable es que el atendiente expela una ventosidad, lo aparte de la ventanilla con un simple gesto de la mano y pase a despachar al siguiente de la cola sin darle más explicaciones. Bueno, pues exactamente eso es lo que hacen ellos con nosotros, alegar problemas operativos y quedarse tan panchos. Cuando un avión sale tarde de un aeropuerto –cosa que en Madrid o Barcelona es el pan nuestro de cada día–, ya encadena una serie de retrasos que difícilmente pueden ser recuperados por mucho que se apriete el acelerador. Todos los vuelos de ese aparato en ese día sufrirán demoras, y el recorrido entre Granada y Madrid y el que lo sigue hasta Vigo y el que acaba en Palma de Mallorca saldrán y llegarán tarde. Y usted, chitón.
La irrupción de las aerolíneas de teórico bajo coste –no siempre son vuelos baratos ni pertenecen al capítulo de Air-Chollo– ha conseguido que los precios de determinadas líneas se vuelvan algo más razonables, pero no han aportado comodidad alguna ni formalidad en los horarios. Montar en el incomodísimo Airbus A319, por ejemplo, es un estupendo ejercicio de yoga y encogimiento ya que una persona no necesariamente alta se destroza las rodillas contra el asiento. Los aeropuertos, por seguir, han conseguido convertirse en pruebas de maratón o de marcha en carretera al obligar a los pasajeros a caminar más kilómetros que para ir a buscar agua a la fuente del avellano. El de Palma de Mallorca es, decididamente, insufrible y agotador. Y la T-4 de Barajas roza la tortura. Nada digamos de la restauración en los aeródromos: un simple café que sepa a café es casi imposible de conseguir y, de atreverse uno a comer la basura de los autoservicios de algún que otro aeropuerto, acabará dándose de bruces con alguna inestabilidad gastrointestinal tan inevitable como poco deseada. Volar es, pues, un acto de paciencia y heroicidad: entre lo que hay en tierra y lo que te espera en el aire, entre la incomodidad de las medidas de seguridad y los retrasos en embarques y despegues, casi compensa más llegar andando. No digamos cuando usted factura una maleta y tiene que recogerla en la nueva terminal de Barajas: probablemente, el tiempo de espera superará el del mism