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15 de marzo de 2009

EN BILBAO, DONDE AMANCIO


La noche de autos, la de las elecciones de un par de semanas atrás, había sido larga. Las sedes de los partidos podían pasar de la risa al llanto en cuestión de minutos. Viví en directo la recuperación de los socialistas, la rueda de prensa de Patxi López, el diputado número trece de los populares y la confirmación del escaño necesario de los de Rosa Díez. De hotel en hotel, con paradas estratégicas en Sedantes o en Bitoque o en Victor Montes. La cosa acabó en euforia para el bloque que siempre había perdido y que parecía condenado a seguir haciéndolo. Lo que deba llegar, llegará, pero aún queda tramo para cuajar una alternativa al eterno poder de los nacionalistas en el País Vasco. Si no se consigue, se habrá perdido una espléndida oportunidad para cambiar el sino de una tierra excepcional. Antes, de mañana, rabas en Urdiña, en la Plaza Nueva, entre monedas y libros viejos, y vermú con corbata en el Café Estoril. Santi González, Antxón Urrosolo, Agustín Ercilla, Gonzalo Arroitia, gente de orden al bilbaíno modo, me dijeron que desde el Alto de Santo Domingo gustaba Blas de Otero de asomarse al Bilbao de su infancia, el que lo modeló como un ángel fieramente humano. Desde el camino de Archanda pedía la paz y la palabra. Ambas llegaron tarde. En ese enclave se erguía un viejo merendero que había de perecer, con los años, en un inconsolable abandono. Allá, en el XIX se pagaban los tributos, los impuestos de aquellos que acarreaban pescado de Bermeo a Bilbao y que subían por Santo Domingo para bajar luego hasta Begoña. Fue exactamente ahí donde Amancio y su hermano Patricio invirtieron un dinero ganado en buena lid después de años de trabajo en la Gran Vía y de un sorteo afortunado de lotería. Lo podían haber invertido en Lehman Brothers, pero prefirieron un riesgo más seguro: un caserío de ensueño y de vieja factura en el mirador más privilegiado de la ciudad, esa que de forma prodigiosa ha sabido reinterpretar su paisaje cementero y nuboso en un pequeño jardín posindustrial. Siempre escribo que ha tenido la suerte de tener un alcalde con buen gusto. No todas pueden decir lo mismo. Así, después de un par de años recopilando maderas antiguas, suelos tradicionales, piedras de leyenda y vino, mucho vino, nació Kate Zaharra, que viene a ser en castellano Cadena Vieja, en memoria simbólica de la frontera de arbitrios que hubo en su día. Después de rebuscar en todos los derribos del País Vasco consiguieron construir un lugar en el que sentarse al abrigo antiguo de las vigas que peinan los techos del caserío y poder ver Bilbao desde arriba, desde su pulmón, y hacerse una idea certera de la transformación de la ciudad. De una fábrica permanente a un atractivo y fantástico parque urbano. La bodega de donde Amancio reúne los mejores vinos de España. Bajar a descorchar alguna botella antes de dejarse llevar por la excelente cocina de mercado es prácticamente obligatorio. Y quedarse a comer, también. No busque nitrógeno, evidentemente; ni les pega ni, probablemente, sabrían qué hacer con él. El nitrógeno bien utilizado por gente con imaginación y arrojo resulta divertido siempre que no sea omnipresente, pero utilizado por emboscadores de producto no es más que una razón añadida para desconfiar del cocinero. Nada que objetar en principio: hay gente, como Arcadi Espada, por ejemplo, a la que le gusta la comida sólo si no sabe lo que está comiendo, si no es capaz a simple vista de identificar el alimento. En materia gastronómica no es que haya mucho que aprender, es que hay mucho que olvidar, como si se tratase de desprogramarse para volver a empezar de cero, desde las papillas. Con Amancio no hay lugar a engaños. La carne es carne y el pescado, pescado. Bien que me lo avisó Ramonchu García. Las brasas funcionan a la perfección y, como mucha elaboración, rellenan primorosamente unos pimientos verdes, siembran de trufa negra unos sabrosísimos huevos de corral o amalgaman unas albóndigas fuera de toda sospecha. Lo demás, mercado y más mercado.

Sentarte a beber en las mesas y sofás del frente acristalado sobre la ciudad es una buena manera de acabar la tarde o empezar la noche. Un mus –cuatro reyes y sin señas, por favor– y arreando. Se habrá llevado Bilbao pellizcado, de nuevo, en los indeterminados pliegues de su sentidero.


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