Aún conservo en la memoria el tiempo aquel en que las llamadas directas –o ‘conferencias’– eran el proceso soñado de todo españolito con teléfono. En poblaciones de medio alcance se llamaba a través de una operadora y había que esperar a que te pusiesen la llamada en función de la congestión de las líneas. No hablo de la Prehistoria, muchos de ustedes lo saben. Cuando llamabas desde la capital –de Sevilla a Utrera o de Barcelona a Mataró– respondía una voz a la que le pedías que te pasaran con el 343, por ejemplo, y allí aparecía el abonado correspondiente. Es como si vivieses en la habitación de un hotel. La cosa prosperó y la tecnología permitió que llamar de Valencia a Madrid fuese un trámite salvable gracias a un prefijo. Y prosperó más con la llegada de la telefonía móvil, muchos años después de que los primeros teléfonos fuesen unos muebles portátiles. Lógicamente, el mercado se abrió, se privatizó la compañía única y, con el tiempo, aparecieron los nuevos operadores. Qué maravilla, pensamos todos, ya podremos elegir entre un ramillete de empresas que pelearán por bajar las tarifas y ofrecer mejor servicio. Adiós a la baquelita simbólica de los teléfonos de pared. Nos espera un futuro apasionante.
Desgraciadamente, la única pasión a la que hemos tenido acceso es a que uno contrate con cierta velocidad un teléfono o una línea ADSL, pero también a que tenga que pasar un calvario en el caso de querer darse de baja de un operador determinado. Bien porque quiera cambiarse a otro o bien porque haya decidido hacerse eremita. Intentar que Wanadoo, ONO o Auna, por ejemplo, te atiendan debidamente y dejen de cobrarte recibos por servicios inexistentes es una auténtica aventura que acaba con tu paciencia. Los llamas a unos call centers que están localizados en Marruecos o Bolivia y les dices que quieres causar baja. Te dicen que les mandes un fax. Se lo mandas, crees que ya todo acabó y notas con disgusto que los siguientes meses te han estado cobrando el servicio. Los vuelves a llamar, airado, y te dicen que no recibieron nada, lo cual es mentira, por supuesto. Vuelves a enviar burofax o cartas certificadas y te vuelven a engañar. Cuando, desesperado, das orden al banco de que no paguen los recibos, acaban enviándote una carta de un despacho de abogados amenazándote con darte de alta en todos los registros de morosos, lo cual es de una chulería indecente. Una bienintencionada ley del Gobierno intentó poner coto a estas estafas, pero no se ha demostrado todo lo eficaz que debiera. Los multan, pero les importa poco, siguen timando. Conozco el reciente caso de una abonada de Jazztel que ha pasado un calvario inexplicable: ha acabado recibiendo la famosa carta de los abogados colaboracionistas y –siendo una mujer mayor poco acostumbrada a los pleitos– se ha venido abajo con las amenazas. Se le ha recomendado acudir a la página web de atención al usuario de telecomunicaciones del Ministerio de Industria: allí dan algunas nociones imprescindibles para sortear a estos indeseables. Los bancos, afortunadamente, saben de qué materia están hechas estas empresas y conceden, regularmente, poca importancia a la inclusión de sus clientes en los registros de morosos por parte de ellas. Haga caso de esas recomendaciones: una vez comunicado el deseo de darse de baja a través de los canales oportunos, conserve recibo de la comunicación y ordene que no se les pague ni un euro más. Si recibe la carta de amenaza de los abogados de turno, directamente amenácelos a ellos con denunciarlos por acoso o extorsión. Pero no se resigne. Ellos cuentan con las multas que les pueden caer, pero les compensan los recibos de más que les cobran a los indefensos consumidores. Hay que tratar por todos los medios que no les salga gratis. &n
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