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10 de junio de 2007

De Gisbert a Nadal


Un jugador de tenis acostumbra a golpear la bola siempre con la misma mano. No recuerdo casos de jugadores ambidiestros, de esos que se pasan la raqueta de mano a mano según le venga la pelota del campo contrario. Así, lógicamente, desarrollan ostensiblemente más la musculatura de uno de los brazos, que bien acaba pareciendo el de Foreman, en tanto el otro se asemeja al de cualquier mortal. A Nadal, el insolente campeón de Manacor, se le ve un brazo izquierdo en el que se podrían tatuar todas sus víctimas deportivas. Le pasa lo que a Orantes, que era zurdo también y que tenía un brazo que parecía ortopédico y adaptado a las pesadas raquetas de la época. Los suecos, empezando por Borj, cambiaron el tenis y sustituyeron la técnica plástica de las muñecas prodigiosas por la fuerza brutal del raquetazo con onomatopeya (también cambiaron el festival de Eurovisión desde que apareció Abba, pero ésa es otra historia): hasta el rubio imbatible, un tenista difícilmente berreaba a la par que golpeaba desde el fondo de la pista.

Ni siquiera Nastase, el gran revolucionario rumano que hizo del tenis un arte apasionado, se permitía el lujo de vocear su fuerza a la par que moldeaba un pelotazo con su plástica insuperable. Hoy gritan y visten de verde, por ejemplo, cosa prohibidísima en los tiempos en los que los tenistas eran bailarinas de ballet con gemelos de ciclista. No había que distraer al contrario con colorines innecesarios y lo habitual era un Fred Perry o un Lacoste. El público, por demás, festejaba los aciertos de su jugador y jamás los desaciertos del contrario. Ahora se aplaude con rabia que el ‘visitante’ estrelle la pelota en la red o falle los dos saques reglamentarios. La vida cambia. Los brazos de estos chavales, más altos, más fuertes, más atléticos, también. El tenis ha ganado en fuerza, espectacular siempre, pero no necesariamente es más elegante: el decaimiento estético de Juan Gisbert está muy por encima de cualquier lánguido tenista de hoy. Su facilidad para complicarse partidos relativamente fáciles, también.

Gisbert emocionaba a un público que admiraba su clase incomparable y conseguía tenerlo en vilo durante cerca de tres horas en partidos como aquél frente al ruso Metreveli, al que venció después de haber superado dos sets en contra y, aproximadamente, unas seis o siete pelotas de partido. Con Gisbert nunca sabías lo que podía pasar. El segundo jugador checoslovaco, un tal Pala, muy a distancia del legendario Kodes, le metió un palizón de narices una tarde en la que al catalán no le salió absolutamente nada. Era una eliminatoria de Copa Davis y se nos fue de las manos. Aquéllos eran años en los que costaba mucho llegar a la final, en la que casi siempre esperaba la Australia de Rod Laver; cuando se llegó, por cierto, se perdió. Hasta que llegaron los muchachos del brazo mutante. Cuando apareció esta generación de jóvenes deportistas, desaparecieron todos los malditismos y complejos que sobrevolaban a la afición española; de hecho, los juegos de Barcelona fueron la afirmación de que nosotros podíamos ser como los demás y no necesariamente una colección de ansiosos y frustrados aficionados a los deportes. El mero hecho de que Nadal haya superado los ochenta partidos imbatido en la superficie de tierra batida es algo que a los más viejos del lugar les sabe a comida nueva.

Qué maravilla. Ahora no tienen tanta clase como tenían Gisbert o Santana, como Orantes o el soberbio y elegantísimo Andrés Gimeno, pero lo ganan todo y seducen a las chicas y ganan un pastorral. Y resultan muy españoles, curiosamente. Ya podrían aprender de ellos los jugadores de fútbol de la selección nacional, que coinciden en lo de seducir y en lo de los millones, pero que, en cambio, son incapaces de ganar nada.


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