Cuentan las crónicas que los padres ingleses están locos por encontrar cuidadoras chinas para sus hijos. Chinas, a ser posible, que hablen poco inglés. Lo que tiempo atrás se hubiera podido considerar una más de las muchas extravagancias británicas, hoy está explicado por el deseo de una generación de que la que la sigue domine uno de los idiomas llamados a ser preponderantes en el mundo de los negocios a pocos, muy pocos, años vista. No les falta picardía: que la china le hable al niño en chino, que el inglés ya se lo enseñaré yo. Hay, de hecho, una generación de niños norteamericanos que habla –o de momento entiende– perfectamente el español gracias a las nanys ilegales hispanas que cruzaron la frontera y que se colocaron a cuidar niños ‘wasp’ hablándoles en la única lengua que conocen. Por supuesto han aprendido antes español los niños que inglés las nanys. Algunos niños de la provincia de Almería, españoles de abolengo, entienden ruso sin excesiva dificultad gracias a las nacionales de aquel país que los cuidan y que manejan esa lengua para dirigirse a ellos en los trámites más elementales, a saber, lávate la cara, qué quieres cenar, cómete la sopa, vamos a dormir o pórtate bien joío niño. Con ello se demuestran varias cosas, algunas de ellas sobradamente conocidas ya: que el cerebro en blanco de los chiquillos es un libro por escribir, que la facilidad consiguiente para el aprendizaje es manifiesta y que lo aprendido en esos años es menos volátil que lo adquirido de adultos. Póngase, por ejemplo usted mismo, a aprender chino ahora: si tiene suerte, conseguirá diferenciar el sonido enrevesado de cuatro palabras y retener, a lo sumo, unos cuantos ideogramas en la memoria (hay unos cincuenta mil, que jamás se conocerán en una vida, pero un mínimo de alfabetización exige tres mil jeroglíficos). Se inventó un sistema de transcripción del idioma al alfabeto latino para que pudiéramos identificar lo que hablamos y para que conociéramos los signos a través de letras. Pero, a pesar de eso, se hace difícil porque el chino tiene muchas entonaciones diferentes, y una misma palabra escrita en ‘pinyin’ significa cosas muy distintas en función de cómo se cante: la sílaba ‘ma’ puede significar madre, caballo o planta según lleve acento ascendente o descendente o ascendente-descendente. Qué follón. Tampoco sirve irse a China y practicar la inmersión: cuántos no conocemos que han marchado a aquel viejo imperio a trabajar y han vuelto al cabo de los años sabiendo decir apenas «buenas noches». El chino es, definitivamente, imposible. Incluso mucho más difícil que el japonés. Parece un idioma inventado a propósito para mantenerse aislado e impenetrable. Salvo si lo aprendes con la naturalidad con la que un bebé aprende a decir «quiero leche». Por otra parte, hay más de cincuenta dialectos diferentes, algunos de ellos de estructuras casi antagónicas –según me cuenta un chino, claro– a través de los cuales no todos los chinos se entienden todo el tiempo. Se puede estudiar el chino mandarín, que es una especie de ‘batúa’, pero no garantiza entenderse con todos los ojos rasgados de ese país que ya está en la carrera definitiva para ser la gran potencia por excelencia de aquí a unos pocos años.
No se trata ahora de que vayamos a cazar a lazo a los chinos que trabajan en el todo a cien del barrio, pero sí de que tomemos nota de lo que los avispados británicos han acabado vislumbrando. Los imperios, como se sabe, tienen una cierta facilidad para vislumbrarse entre sí en el curso de los tiempos: los isleños han empezado a poner en práctica lo que saben desde hace años y que no es otra cosa que mil millones de chinos hablando chino y ganando dinero es una oportunidad demasiado buena como para ignorarla en cualquier esquina de la historia.