Aún no sé por qué tardé yo tantos años en aficionarme al ajoblanco. Quizá por esa eterna prevención a la leche que llevo arrastrando desde de mi infancia y que también me mantuvo apartado inconscientemente de la horchata, esa otra exquisitez tan rica. No me acababa de creer que alguien no hubiera soltado un chorreón lácteo a esa cosa tan blanquecina. Tardé, digo, pero cuando entré lo hice del tobillo a la coronilla. Tan sólo el gazpacho puede competir con el ajoblanco –y ni siquiera, según mi criterio– de entre todas las sopas frías. Bien es verdad que hay mucho cochino que elabora unos ajoblancos avinagrados o aguados que no hay quien se los beba, pero a poco que se sea cuidadoso con las proporciones y se elabore con productos de calidad, difícilmente defraudará un cuenco fresco y limpio lleno de almendra, pan, agua, aceite, vinagre, ajo y sal, convenientemente ligados conformando un comedizo espeso y cremoso. Como casi todo lo que lleva almendra, su origen nos remite a la herencia andalusí: por aquel entonces no tenían Minipimer y seguramente pelarían las almendras escaldándolas en agua y las machacarían en mortero de mármol con maza de madera. De hecho aún hay quien lo procesa así, aunque lo más habitual es que se compre la almendra pelada –o directamente en polvo– y se bata con el ajo, las dos gotas de vinagre y todo lo demás. Hay quien utiliza Thermomix, que se ve que es lo más de lo más, pero no he entrado en ese apasionante mundo –parece que no sepas cocinar si no usas Thermomix–. El secreto del buen ajoblanco, dicen los viejos del lugar, es la buena tamización del majado de la almendra y haber dejado el pan en agua fría durante algún tiempo. Pan asentado, se entiende. Leo por alguna parte que hubo tiempos de escasez en los que se utilizaba harina de habas secas en lugar de almendra, que estaba imposible. Probablemente así fuera, pero a mí no me cogió.
Por el sur puede zamparse usted muy buenos ajoblancos. En Málaga, por ejemplo, donde es plato de referencia. Pero también se los puede zampar muy malos. No crea que en Andalucía todos los gazpachos son buenos. Los hay que parecen agua con tomate de lata y vinagre a chorro.
Antonio Conejero, cocinero joven e imaginativo, abrió en Sevilla, hace algún tiempo, junto a la basílica del Gran Poder, un pequeño y bien decorado restaurante donde crea filigranas más que estimables. El ajoblanco es una de ellas. Posiblemente el mejor que haya probado nunca. ¿Secreto?: además de utilizar aceite de arbequina, el éxito radica en las combinaciones con las que sirve el frío bebedizo. Mezclar el ajoblanco con un poco de mojama y helado de melón fue un acierto –ese helado era el producto de licuar la pulpa y confeccionar un sorbete con almíbar–. Ahora ha optado por presentarlo con granizado de tinto y uvas caramelizadas. El granizado se prepara reduciendo vino tinto con azúcar y congelando el resultante. Si lo hace en casa sea cuidadoso con la proporción de azúcar, ya que ésta, si es excesiva, impide que se congele. Definitivo. Exuberante. Soberbio.
Az Zait es vocablo árabe que viene a significar `jugo de aceituna´. Aceite, vamos: la base absoluta de su cocina. Hace poco presentó los fideos con langostinos y huevo poché, plato que resulta conmovedor. No es sino un caldo con pan frito, pimiento choricero y ajo, al que en lugar de añadirle otro caldo de hueso de jamón, como si fuera una sopa castellana, lo sustituye por un fumé de pescado. Un poco de all i oli bajo el huevo pochado a 60 grados corona el plato y resulta estremecedor.
Le aconsejo que previamente se dé una vuelta por la Bodega de San Lorenzo y se beba un oloroso de la casa con una pincelada de melva. Y que después haga boca en la Antigua Abacería, el estupendo acudidero de Ramón, donde le espera una morcilla de hígado, de Coripe, que hará de usted otra persona. Con eso tiene la mañana resuelta. Si quiere un lugar pintoresco y enternecedor, pase por Casa Ricardo: es entrar de lleno en la Semana Santa sevillana, aunque sea agosto.
Y no deje de visitar la basílica que da nombre a la plaza. Preséntele sus respetos al Señor de Sevilla. Un íntimo calor le invadirá desde su majestuosa madera de Dios antiguo.