Desde que desapareció la vergüenza en forma de cemento y alambradas, Berlín vino a decir: «No me compadezcan más». Y a fe que lo ha conseguido. Valga decir, en primera instancia, que el muro de Berlín no cayó, como se sugiere siempre que se mencionan los históricos días de noviembre del 1989; el muro que dividió durante casi cuarenta años la antigua capital alemana fue derribado. No es lo mismo. Hoy es apenas un reguero de ladrillos indicativos en las inmediaciones de la Puerta de Brandeburgo. Berlín, de nuevo capital de la impresionante Alemania del siglo XXI, parece haber sido rediseñada para asombro de la historia. Si Europa se desplaza hacia el este merced a la ampliación de la Unión Europea, caben ya pocas dudas de que la vieja capital prusiana ha de convertirse en el centro estratégico, geográfico y artístico de la UE. Basta, asomarse y verla. Aquella vieja ciudad que desarrolló un neoclasicismo a medias entre el afrancesamiento y el gusto por las ruinas mediterráneas se ha convertido en un festival futurista que te deja a los pies del asombro a cada golpe de vista. Después de haber sido literalmente destruida durante la guerra, arrasada hasta su última piedra, la resultante ciudad –dividida por el reguero de hormigón– creció de forma elementalmente dispar: en el este se reprodujo el tiránico paisaje soviético de celdas y bloques y en el oeste se intentó demostrar al mundo cómo se podía construir la grandiosidad gracias a las virtudes de la libertad y el capitalismo. En uno proliferó el cemento liberticida y en el otro, el dudoso gusto de la magnificencia. Cuando, vuelvo a decir, la presión de los tiempos y la voluntad de los hombres derribaron el muro, hubo que poner en marcha lo que se vino a llamar ‘El ballet de las grúas’ –simbolizado en las obras de Potsdamer Platz– y se convocó a cuanto arquitecto con ideas corriera por el país y los alrededores. De la mano de Joseph Kleihues llegaron los primeros y fundamentales trabajos que marcaron el ritmo a los Foster, Gehry, Nouvel para que la ciudad llegara a ser lo que hoy es: una colección de barrios modernos, posmodernos, clásicos centroeuropeos o, como decía, futuristas. Vale la pena acercarse a Berlín para convencerse de que el hombre –y más si es alemán– puede renacer de toda clase de cenizas y hacerlo, incluso, hasta con exceso de énfasis, que es el único ‘pero’ que le pondría un simple aficionado como yo a algunas obras recientes. El Reichstag, el gran símbolo de los últimos días de la guerra, ha sustituido los hierros retorcidos de su cúpula por otra de cristal, obra de Sir Norman, que simboliza perfectamente la perfección y el talento. Lo mismo puede decirse de la reconstrucción y urbanización de las inmediaciones de la Puerta de Brandeburgo, el paradigma de la soledad y el abandono de la tierra de nadie, y de la nueva vida insuflada a la avenida Unter der Linden. Lo mismo de la difícil revitalización del arcaico y lamentable este de la ciudad. Otrosí de los cauces del río Spree, convertidos en un escaparate exquisito de la seductora, perturbadora y estimulante ciudad.
Abigarrada de museos, Berlín ofrece cenar a solas con Nefertiti o sentir el frío en la espalda tras un paseo por el Museo Judío. Permite transitar por los bosques, que no parques, que invitan a creer de nuevo en la clorofila. Y divertirte, claro, en una noche que brinda la impresión de estar en una ciudad que no tiene horario de cierre, resultante clara de no parecerse a la rígida estructura del resto del país. Berlín parece ‘poco alemana’ en algunas cosas. Si está en forma y dispone de una tarde libre, alquile una bicicleta y recorra el Tiergarten, uno de sus espectaculares parques; diríjase después hacia el este a través de Unter der Linden y llegue a Alexander Platz. Vuelva por el Barrio Judío y no deje de llegarse al mítico Checkpoint Charlie, el más célebre<