La Fuentona es, como su nombre sugiere, una fuente cántabra
de la que mana agua limpia y fresca que, en épocas frondosas, acaba aportando más caudal al río Saja que el que este mismo lleva. Un estrecho puente romano de ocho ojos, fabricado en arenisca, que dicen que fue parte de la ruta de los foramontanos en su bajada a Castilla, peina unas aguas sonoras excelentemente adornadas por un delicioso parque que lo circunda. Mesas y sillas de piedra invitan a sentarse por igual a escuchar y a descorchar.
Se encuentra en Ruante, comarca del mencionado Saja, vía de entrada al valle de Cabuérniga. A ambos lados del puente tiene Nacho González, que un día fue gordo y alto –y hoy sólo es alto–, junto con su esposa, Josefina, posada y mesón.
La posada es casona cántabra y viene a inscribirse en esa magnífica red que han impulsado a pachas la empresa privada y la correspondiente consejería del Gobierno de ese paraíso verde capitalizado por Santander, novia del mar, como sabemos.
Nada más aconsejable, confortable y económico que moverse por las posadas de Cantabria, de pueblo en pueblo, en viaje pausado y reconfortante, dejándose llevar por la grandiosidad clorofílica y amable de un paisaje estremecedor.
Tengo que relatarles algunos descubrimientos conmovedores –descubrimientos para un servidor, claro, que los que están allí se conocen por nombre y dos apellidos– a los que he tenido acceso caminando unas etapas del Camino del Norte, el que acaba en Santiago después de romperle las piernas al caminante en subidas y bajadas tan deslumbrantemente hermosas como agotadoras. Como adelanto señalo que está trazado en contra del peregrino y que, además, podría estar mucho mejor señalizado, pero eso es motivo de otra entrega. Acabando en Unquera, donde las corbatas, la frontera con la Asturias que empieza en Bustio simplemente pasando la ría Tina Mayor, no me resistí a visitar al grandullón en su casona restaurante llamada La Bolera, como les digo, en la Fuentona de Ruante. Hice bien. Comer en el norte, en el Cantábrico, ese mar que sirve de gimnasio a los peces, y así salen luego, es una ceremonia que a los sureños nos atrae con un sentimiento cercano a la fascinación: nos impresionan la riqueza del producto y la manufactura casera con que le dan a la comida un eterno sentido familiar, casi religioso. El sur desarrolló una imaginación portentosa merced a la escasez de productos y así con un pimiento, un ajo y un tomate acabó cocinando deliciosos platos que hoy sirven de base a la cocina que en realidad nos gusta a todos.
El norte, en cambio, siempre tuvo más posibles, dentro de lo que cabe. Cuando pensamos en ese norte español, siempre se nos viene a la cabeza un buen pescado, desde las rabas de calamar hasta las apreciadísimas anchoas en aceite, pero no debemos olvidar que Cantabria es una región fundamentalmente ganadera y agrícola. Ojo pues con la vaca tudanca y los productos agrícolas. Ojo con el cocido montañés, especialmente si está hecho en olla ferroviaria, la que tarda unas cuatro horas a base del carbón vegetal de su base. Nacho peregrina, pues, todas las mañanas por las lonjas –Santoña, Laredo, Santander, San Vicente de la Barquera– para encontrar lo que necesita, que siempre es aquello que le gusta. Por eso lo que se come en su casa es la mejor materia prima, porque le pide el carné a cada pez y<