Eso decía un buen amigo cubano, artista plástico él, apenas hará dos semanas en La Habana, en el hall de uno de esos hoteles a los que ya pueden entrar a dormir los indígenas y en los que, evidentemente, no duermen porque no tienen con qué pagarlo. La conversación giraba en torno al tema único, al tema eterno, a la parálisis total de un sistema perverso, trasnochado e inútil, lleno de oligarcas comunistas y de zánganos ideológicos en permanente escenificación de la mentira. Entre el asombro habitual que produce conocer detalles del continuado absurdo en el que vive instalada la isla más hermosa del mundo, nos lamentábamos un par de españoles de la dureza de la crisis que está machacando el mercado de trabajo de nuestro país y que amenaza con no dejarnos hasta bien entrada la década del diez (que, teóricamente, comienza el 2011). El comprensivo habanero no pudo por menos que establecer comparaciones sorprendentes. «Miren, este asunto de la crisis puede alarmarles a ustedes, pero no a nosotros. El porqué es muy sencillo: siempre hemos estado en crisis.» Cuando referimos el drama que suponía para miles de familias tener que hacer imposibles equilibrios financieros para poder salir adelante, el cubano sonrió y dio la pista definitiva. Vino a referirse a lo que sarcásticamente denominó el régimen como ‘Periodo Especial’, que no fueron otros años que los que siguieron (y en parte precedieron) a la desintegración de la Unión Soviética y que supusieron la desaparición de las subvenciones y dádivas que los comunistas rusos esparcían por todo el inoperante régimen. Como saben, compraban el azúcar de caña a precio de oro negro. La miseria se hizo presente como pocas veces en pocos lugares. No había, literalmente, nada. Los cubanos, especialistas en resolver, hubieron de afilar extraordinariamente el instinto. «¿Ustedes han comido filete de corteza de toronja?» La verdad, no sabemos ni lo que es. «¿Y han comido hamburguesa de frazada?» Si no se explica, no podemos contestarle...
Esa corteza es la gruesa capa blanca que se encuentra entre la piel y el fruto de la toronja, más voluminosa que nuestras habituales naranjas. La pelaban y la extendían con cuidado, la dejaban macerando unas horas con limón exprimido, ajo y sal y la freían después de haberla empanado con los restos de pan duro que trituraban. Eso era un filete. Y la hamburguesa: la frazada no es otra cosa que la fregona de limpiar suelos. La fregona, sí, esa que parece una peluca de carnaval cuando te la pones en la cabeza. Bueno, pues eso lo recortaban, lo lavaban bien, lo maceraban un par de días con mucho limón, mucho ajo y mucha cebolla (de eso había) para mezclarlo al cabo con un huevo y más pan rallado. Se freía. Eso era una hamburguesa. Incluso hacían pizza, sólo que sustituyendo el queso por preservativos recortados con tijera en cuadraditos. Puesto sobre la masa y metido al horno, aquello parecía que llevaba queso fundido. Tenías que comértelo al momento, eso sí; si lo dejabas enfriar, el plástico se hacía intragable. Supuse que se trataba de un preservativo sin usar. Tampoco era mala la cáscara de plátano machacada, macerada y frita. Cuando supo nuestro amigo que Ferran Adrià ha propuesto como exquisitez freír la cáscara de patata y salarla con sal gorda, no pudo por menos que hacer referencia a la legendaria anticipación de los antillanos...
Al referir que en la trasera de muchos supermercados españoles se forman ‘aglomeraciones’ para hacerse con los alimentos perecederos y caducados de los que éstos se deshacen cada noche, sonrió irónicamente: «Aquí se creó con eso una industria: los trabajadores retiraban comida de los hoteles y la colocaban estratégicamente en el fondo de los contenedores de basura para que, al poco, fuera recogida por otros que, a su vez, vendían a los paladares. Lo siguen haciendo, claro, aunque ya se hayan cargado los paladares. No quedó un solo gato en La Habana, los perros escaseaban y el pollo que se vendía en algunos lugares era, en realidad, ave tiñosa, una especie de ave de rapiña».
Nuestro amigo nos propuso que, si continuaba la crisis, enviáramos a Cuba a tomar clases de cocina a cuantos cocineros quisiéramos. Podría ser un buen negocio...