A José Luis Alvite no le pasa lo que a algunos de los personajes que pone en danza en el mítico Savoy de sus crónicas, que hasta la saliva de su boca la tienen postiza (el Savoy es un club en el que siempre se consideró una buena racha que entrasen dos personas y no saliesen más de tres). Alvite es una verdad extraña, un misterio andante pero cierto, una cabeza en permanente estado de tiovivo, un florilegio de metáforas en estado de alerta continua. Alvite es el mejor contador de historias imposibles, el mejor retratista de ambientes de humo y humedad, el mejor pintor de decadencias bajo el umbral de la realidad.
No sé, Alvite es la hostia, si me permiten la licencia. Acaba de publicar un libro trascendental, titulado Almas del nueve largo (Ed. Ézaro), en el que desfilan en consabido y bellísimo desorden todos los habitantes del club más decente de todos en los que se alberga por igual el crimen y la danza. Ya está contado hasta la saciedad: lo descubrí tarde, cuando escribía la contra de Diario 16, allá por los noventa, y convertía una hoja de papel en la columna más monumental de la prensa española. Lo convencí para que lo verbalizara en la radio y en ésas estamos: graba cuando quiere y se pasa por la emisora cuando se acuerda –Alvite es así y no hay que gastar energías inútiles en pretender cambiarlo–, pero cuando lo hace deja un rastro de brillantez y un reguero de talento absolutamente desconcertantes. Siempre ha dicho que él mantiene a dos ex mujeres y a un barman –quizá de esos que te aconsejan que te tomes una copa para afrontar la situación y otra para olvidarla– y en esa afirmación va encerrado el retrato más fiel del personaje, un tipo capaz de escribir que el del matrimonio es uno de esos sueños de los que conviene despertar antes de que se te cumplan y que el amor consiste en dar con una boca en la que bostezar a gusto.
El propietario del Savoy es Ernie Loquasto, un viejo gánster amigo de Pavesse o Fiore, tipos tan desconfiados que incluso cacheaban a su madre antes de abrazarla. De cualquiera de los tres podría decirse, sin lugar a dudas, como asegura Alvite, que no han cruzado los brazos en los últimos veinte años, siempre alertas ante cualquier tiroteo. Lorraine Webster es la gran antigua artista del club, el gran amor de Al, una de esas mujeres que parecen haberse aseado el rostro con el agua de enjuagar el pubis, una mujer que, como Kate Sinclair, es de esas que después de una noche de lujuria se ponen las gafas de leer para buscar las bragas. Sublime descripción de Alvite. Por el relato pululan delincuentes de poca monta que, como el boxeador Sony Sullivan, se trasladaban reuniendo en un atraco apenas el dinero suficiente para trasladarse en autobús hasta el siguiente atraco; mafiosos de poca monta que parecen vestidos a bocajarro y que si cenasen langosta vomitarían repollo; coristas de películas de dudosa clasificación en la que la única prueba artística que les hicieron fue probarles una barra de labios y un bidé; cronistas del Clarion, como Chester Newman, natural de un pueblo en el que hasta el viento respetaba los semáforos, que escribió un día que lo malo de acariciar a una mujer es que corres el riesgo de que te mejore el carácter y se te joda la letra; hijos del infortunio, como Eddy Novaro, aquel que vivió durante años con arreglo a una frase que lo mantuvo todo el rato en vilo: «La vida de un tipo como yo consiste en huir a tiempo de los cuatro fulanos que te persiguen cuidando de no llegar al sitio donde te espera el resto»…
En fin, hay cientos de razones para leer este libro de perlas seleccionadas de Alvite. Tantas como metáforas. Tantas como retratos de perdedores. Tantas como apreciaciones