Intendamos que el autor de una pieza gane dinero en función del número de copias que se vendan. Si el impacto es considerable, deberá repercutirle más beneficio que a otro que haya confeccionado una obra que le haya gustado a cuatro gatos. Cuando García Márquez escribió Cien años de soledad, no sabía si iba a ser un petardo o un superventas: sería injusto que hubiese cobrado un precio cerrado independiente del resultado comercial. Si ha vendido millones de ejemplares, parece razonable que gane dinero en justa proporción. Los autores de libros razonan acerca de la gratuidad de sus obras y alegan que las bibliotecas públicas permiten que cualquiera lea sus trabajos y no pague ni un euro por ello: con un solo ejemplar se puede contentar a un barrio entero, que, por supuesto, ya no tendrá que comprar el libro. La polémica no es sencilla de resolver. Una biblioteca acerca la cultura a aquellos que tienen menos posibilidades de individualizar un libro. Es impecable el argumento social: divulgar la cultura impresa y poner a disposición de todos los ciudadanos aquellos títulos que han suscitado debate creativo en la sociedad moderna, actual o anterior. Pero… ¿tienen derecho los escritores a pensar que cada lector que los lee en una biblioteca pública es un dinero que dejan de ingresar merced al tanto por cierto que se esfuma por la no venta de ejemplares? Alguno de ellos sostiene que el propietario de la red de bibliotecas, el Estado, debería compensarlo por ello, bien a través de una cantidad fija o bien a través de un pequeño impuesto simbólico que debería pagar cada lector. Usted lee una obra de Javier Cercas o de Use Lahoz –me ha gustado sobremanera la novela Los Baldrich, retrato progresivo de Barcelona a través de una familia industrial y descompuesta–, paga veinte céntimos y reintegra el libro. Sobreviene, evidentemente, una pregunta: ¿paga lo mismo en el caso de que no le haya gustado nada y lo haya devuelto al poco tiempo? Pero sigo: ¿hay que pagar igual por leer un libro en casa que en la mesa del local público? ¿Debe costar lo mismo un ejemplar nuevo que uno gastado? En sentido contrario argumentan muchos usuarios lectores: un arquitecto no cobra por cada vez que entras en su edificio y un escritor al que se le divulga su novela o su ensayo en una sala pública de lectura obtiene una notoriedad que le resulta altamente rentable para su próximo contrato. Ambos son, a su vez, rebatibles: un arquitecto entrega una obra que no devenga beneficios en función de las copias que venda –el edificio es uno para siempre– y un escritor puede desaparecer al poco de haber publicado un éxito sin obtener beneficio retrasado en una nueva obra y sin que ello, además, le reporte a sus herederos provecho alguno. Un lío.
Los autores de libros no son los de canciones. Los segundos son literalmente masacrados por copias privadas que en el caso de los escritores no suponen grandes pérdidas por el simple hecho de que es más caro fotocopiar un libro que comprarse uno nuevo. Pero antes o después llegará a generalizarse el uso de los libros electrónicos, que permiten almacenar en una pantalla semejante a un libro normal y corriente –y mucho más delgada– un número indeterminado de títulos. Ya existe, pero no es el iPod, evidentemente. Muchas páginas de Internet permiten bajarse títulos de todo tipo, mayoritariamente de derechos ya extinguidos, pero también de los otros, de los de máxima actualidad. El debate permanente que se vive con la música en la Red podrá trasladarse a los autores intelectuales de obras de referencia. Calibraremos entonces el poder de ellos como colectivo. Veremos si se podrá poner puertas al campo, como pretenden algunas autoridades, o si, por fin, podrá llegarse a algún tipo de solución imaginativa. Que a mí, dicho sea de paso, ni siquiera se me ocurre.
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