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6 de septiembre de 2009

¿CUÁL ES EL MEJOR BAR DE ESPAÑA?


Me lo preguntaba un amigo extranjero hace no pocos días, coincidiendo en una etapa del Camino de Santiago. Concretamente entrando en la Cervecería Madrid de León, uno de los mejores lugares que he conocido jamás. El extranjero, originario de un país en el que hay infinitamente menos bares que en España –es decir, sirve cualquier país del mundo–, no sabía con qué mano tomar cualquiera de las excelencias que a modo de tapas le surgían en todo abrevadero en el que se detuviera. Le hice ver que todo español tiene un listado imprescindible y que no tiene por qué coincidir con otro del que le separen apenas cincuenta kilómetros. Hay países en los que se pueden conocer todos los bares de su territorio y establecer una clasificación de fácil acceso; España no. En España hay muchos bares cuya fama trasciende a su entorno más inmediato, pero hay cientos de miles que sólo son conocidos por los lugareños y por un puñado de estudiosos visitantes. Además, resultan excesivamente heterogéneos para ser comparados: un bar de Santiago no tiene por qué ser una réplica de uno de Santa Cruz de Tenerife, y uno de Mahón exhibirá otro producto que uno de Badajoz. Los aficionados a las barras prodigiosas no dejamos una ciudad sin peinar, así que la visitamos, pero siempre se nos escapa alguna excelencia. Con todo, creemos conocer lo imprescindible y, aun así, no lo conocemos. Balbino, en Sanlúcar de Barrameda, es totémico, pero no es desechable La Barbiana o la barra de Bigote. Como la de Secundino o todo Bajo de Guía. El Nou Manolín de Alicante parece inalcanzable, pero no descarten el Piripi. Me falta tiempo en Barcelona para dejarme caer por Paco Meralgo, o por Pinocho, en la Boquería, donde el gran Juanito regala por igual calidad estratosférica y simpatía descomunal. Pero cómo no ir al renovado Velódromo de la calle Muntaner o al soberbio Quimet-Quimet de Poeta Cabanyes o al exuberante Inopia de Albert Adrià. Si el extranjero pasase por Granada no tendría tiempo para dividirse entre Cunini, El Elefante y El Mentidero. Y tendría que ir a Huelva a machacar la barra de Portichuelo. Y luego viajar a Vitoria a dejarse emborrachar por el insuperable Toloño, uno de los inevitables en un topten. Y en Pamplona rebozarse en El Gaucho o en Miami, la casa del bueno de Lucio. Y de Donosti no sabría qué decirle: el bar Antonio es uno de mis favoritos, pero paséense por cualquiera de los otros y no tendrán más remedio que reconocer que son incapaces de elegir. Otrosí de Bilbao, de Santander (¡esa Bombi!), de Oviedo. ¿Puede haber una barra mejor que la de La Criolla de Valladolid? ¿O que la de Amorós de Valencia? ¿O que La Ponderosa de Cuenca?

Me faltaría tiempo para llevarte –le dije– al Manteca, en Cádiz, a El Chele o a El Quinto Toro, en Almería, bares-bares todos, que no es lo mismo que restaurantes. Pueden tener mesas y servir comidas, pero manda la barra. En León, ciudad que me trastorna, la tapa es obsequiada como cortesía en todos los bares: no hablo de un platito de cacahuetes, hablo de uno de morcilla o de uno de paella por el precio de una caña. Igual que en Granada. Eso resultaba fascinante para el amigo extranjero, acostumbrado a los sucedáneos de bares de su país. Nórdico, por más señas, era incapaz de asimilar la riqueza que florece por doquier en cualquiera de los acudideros que le asaltaban durante su camino. ¿Para todo sois igual los españoles?, me preguntaba. No, le respondí. Nos empeñamos en tener pocas cosas en común, pero los bares son la que unifica y articula el territorio de norte a sur. Un español, por muy sedicioso que sea, echará en falta el territorio nacional si anda por lugares en los que no pueda saborear porciones de gloria en una barra. La riqueza de los pueblos y ciudades no la medimos sólo por sus catedrales o sus ruinas, por sus museos o sus centros peatonales: buena parte del atractivo de esta enigmática y jodida España está en sus bares. En la barra de Trifón, en Sevilla, o en la de Puerta 57, en Madrid. Y en la de todos a los que no he nombrado y que merecerían estar en esta crónica.

El abrazo que le dio el nórdico al Apóstol sé que fue intenso y sincero. Natural.


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