Leo con sorpresa y agrado que la sublime Barbra Streisand ya supera sus conocidos miedos escénicos y está ofreciendo una serie de conciertos por Europa en estas fechas. Entre las localidades elegidas no hay ninguna en territorio nacional español, desengáñense. El que quiera ver a esta sublime bestia tendrá que viajar más allá de la frontera y rascarse el bolsillo de manera intensa: la entrada tiene un valor de mil euros, más de treinta mil duros, y no es fácil conseguirla. La demanda es enorme debido a su legendaria e incomprensible aversión a las tablas y al público: en Zúrich, Londres, París, y otros barrios de Europa, el interés y el deseo por ver a una de los grandes mitos del show business son, sencillamente, descomunales. De poder, supongo que muchos de nosotros nos acercaríamos a ver y escuchar a una fea bellísima que tiene una afinada orquesta acurrucada en la garganta y un gusto poco habitual para interpretar cualquier cosa, pero no todo lo que se pretende es posible. Uno de sus espectáculos de hace años se llamaba precisamente así: Barbra y otros instrumentos musicales. Recuerdo al gran Alfonso Eduardo presentando una versión televisiva del mismo.
España era una sequía de conciertos y actuaciones de grandes figuras. Vinieron los Beatles en los sesenta, y pare usted de contar. Cuando los grandes grupos de los primeros setenta proyectaban giras europeas, jamás se acordaban de ‘Este País’. De repente, merced a los buenos oficios de gente como Gay Mercader, las bandas totémicas de la auténtica década prodigiosa del rock –para un servidor, los setenta– comenzaron a pasearse ante los atónitos y deseosos ojos de los jóvenes españoles. Los que nos asomamos desde entonces a la contemplación de nuestros lejanos mitos tenemos, a buen seguro, en la memoria algún pasaje, alguna actuación que difícilmente olvidaremos. No se me va de la cabeza aquella primera aparición por España de Supertramp. La banda de Hodgson y Davies –que se pudo formar gracias al capricho o la intuición de un millonario danés– aún no había roto las listas de éxitos con Breakfast in América, pero sí había conmocionado con el legendario Crisis, ¿What Crisis? Se los acusaba de ser un grupo del gusto exclusivo de pijos, y lo cierto es que a todos los pijos de España les fascinaba escuchar School o Dreamer, pero sería injusto dejarlo ahí. Aquel concierto fue, definitivamente, demoledor. El sonido sorprendentemente se ajustaba al del disco y aún me conmueve la conjunción con el vídeo de un tren que arrancaba con el inicio de la pieza y llegaba a la estación en coincidencia con los últimos compases de la misma. Gay comenzó trayendo a la Incredible String Band al Palau de la Música de Barcelona y despegó de forma imparable presentando a los Stones en la Monumental en el lejano año 76. Aquel concierto le dejó pérdidas en la cuenta corriente, pero le enseñó cómo tenía que ponerse en marcha un excelente negocio en virtud de lo que tantísima juventud reclamaba. Tras los Stones llegaron los demás, desde grandes bandas a grandes solistas, desde Wings a Dylan, desde B.B. King –jamás podré olvidar su recital– a Springsteen o a Frank Sinatra, que cobró una pasta desmesurada por actuar en Madrid, arruinó a los promotores, pero complació a los que allí nos sentamos con la boca abierta.
Lo lamentable de la Streisand no es que no se acerque por Oviedo o Alicante. Lo lamentable es que posiblemente no vuelva a hacerlo por Europa y que haya decidido cantar en lugares no demasiado grandes o masivos. Los que puedan ir serán pocos, aunque se sentirán justamente privilegiados. Andan por ahí un par de DVD con sus conciertos de una década atrás que pueden consolar a los que admiran sin límite a esta máquina de estremecer. Há