Llach ha dicho adiós porque le da la gana decir que se va, que lo deja, que ya está bien después de cuarenta años. ¿Qué necesidad tiene de hacerlo? Pues no lo sé. No sé ni siquiera por qué razón quiere dejar de componer: en cualquier otro lugar, artistas de la talla del ampurdanés se reservan los días del año en los que les apetece actuar, concentrar miles de personas, crear pequeños escenarios de leyenda. Será que a los artistas les gusta oficializar sus pasos, darles épica a sus decisiones, fotografiar sus llegadas y sus despedidas. Es comprensible, supongo. Lluís no puede alegar el agobio de no tener vida privada, tranquilidad; no puede decir que está sometido a la tortura del compromiso discográfico anual, del éxito imprescindible en las listas; no puede quejarse de la fiebre que asalta por el compromiso del espectáculo diario. Llach está en ese punto de nieve perfecto en el que si quiere compone y si no, no. Él no necesita vender millones de discos porque sabe que una legión de seguidores se los compraremos haga lo que haga. Como inteligentemente señala Françesc-Marc Álvaro en la web oficial de este talento, Lluís ha sido siempre un hombre libre que, incluso, en estos tiempos que corren le ha echado ácido a su dulcificada figura para que así no le adopten las tietes progres de Cataluña y que ha sabido reírse de sí mismo lo suficiente para que no lo conviertan en la consabida estatua de piedra que toda sociedad necesitada de héroes acostumbra a inmortalizar. Llach es un hombre libre, lo ha sido siempre, a contracorriente, y ha demostrado que si el genio te acompaña puedes permitirte determinados lujos que les están prohibidos a artistas o creadores de más corto recorrido: si quieres hacer promoción, la haces, y si te da la gana quedarte en casa, te quedas. Si quieres meterte con el poder, te metes. Si quieres callarte, te callas. Por ejemplo: afortunadamente, Llach no llegó jamás a cantar en castellano. Sé que estuvo a punto de ser convencido por su discográfica muchos años atrás, pero una luz bien prendida le hizo ver que su sentimiento está en su lengua, su forma de cantar está ligada al sentimiento en catalán y aún bien de ser el castellano un idioma que le es propio y querido –sé de lo que hablo– no dejaría de convertirse en una pequeña caricatura. Es legítimo. Llach cantando T’estimo en español vendría a ser como Carlos Cano –¿se lo puede olvidar?– cantando La murga del currelante en catalán. Poder, puede, pero no tiene por qué.
Ha llegado, por otra parte, a una dimensión en la que ha conseguido que sus seguidores hagan abstracción de su pensamiento político, esa mezcla rara de nacionalismo y credo de izquierdas, especie de mayonesa que liga pocas veces. Nunca ha ocultado lo que piensa, sus ideas y sus tendencias; antes al contrario, ha hecho bandera de ello, y, evidentemente, no todos los que se emocionan con su trabajo tienen la misma ideología. ¿Milagro? No, talento creativo, sensibilidad para tapizar almas ásperas o para endurecer blandenguerías sensitivas. Resulta conmovedor que, a estas alturas, cuarenta años después de su primera aparición, todavía maneje la esgrima de las revueltas (revolta es ‘revuelta’, pero también podría ser ‘revolución’) y que permanezca fiel a escenarios pequeños –«un país petit»– al norte o al sur de su principado: el Ampurdán de Verges o el Priorato de Porrera siguen siendo las citas inevitables de un hombre más abierto al mundo de lo que parece. Que ahora cierre las puertas a nuevas creaciones es como si Murillo hubiese decidido no pintar más o como si Espriu hubiese enterrado la pluma bajo una hilera de cipreses. Como si él creyese que su inspiración fuese sólo suya y no de todos un poco. Sé