Ha sido uno de los grandes artistas de su siglo, pespunteador de pases soñados, escultor de figuras fugaces, escritor en los alberos
Cuando un torero se va, hay una música que se va callando como un río manso de silencios y un murmullo descendente que se aleja por la puerta entreabierta de la plaza. Si un torero se va en grandeza de gestos, lo acompaña una turba agitada por exaltaciones justificadas; si se va encogido por las cicatrices del tiempo, lo hace entre los asombros callados de la afición. José Mari Manzanares se fue exactamente en el sitio en el que tenía que irse y de la manera en que tenía que hacerlo. Un manso Alcurrucén le había permitido dibujar el toreo natural sólo en un par de lances llenos de aroma a madera antigua, de dibujo desmayado, de escuela magistral; cuando algunas palmas agradecían el clasicismo de la seda y el estoque, el torero se adelantó a los medios y, de espaldas al burladero, con los ojos cerrados, esperó a que llegase su hijo a cortarle la coleta. La Maestranza, escenario de sus grandezas más primorosas, estalló.
Hubo un tiempo en que a los toreros se los conocía de espaldas, bien porque llevaban coleta o porque su forma de caminar era peculiar, distinta. Eran héroes cotidianos a los que se los esperaba en las tertulias de casino y sobre los que crecían las leyendas urbanas como si éstas fueran el inevitable musgo de la tierra húmeda: reverdecía constantemente su recuerdo pinturero cuando se los veía venir por la calle principal y se rememoraban, a medio camino entre el mito y la realidad, sus gestas más imborrables. Ya todo cambió, pero un torero retirado tiene mucho de superviviente, de testigo de su propio riesgo, aunque ya en nada se diferencien de espaldas. José Mari, hijo de banderillero y padre de torero, es de los que está en los trasiegos cotidianos, pero conserva aura de paladín; además, ha sido torero de toreros y torero de aficionados, uno de los grandes artistas de su siglo, pespunteador de pases soñados, escultor de figuras fugaces, escritor en los alberos, voceador de cites, cocinero de fragancias antiguas…
Era lógico que dijera adiós a la vera de la puerta que abrió en el 93 en un par de faenas sublimes que algunos guardamos en el taller de la retina. El toreo es un lenguaje de signos en el que una simple mueca puede traducirse en un libro de intenciones: a veces, una forma de estirar un brazo, una posición concreta de los pies, es un relámpago perpetuo. Hay que saber decir adiós, maestro, y dejar que los olés sigan aupándose en los andamios del aire sin necesidad de fabricar crepúsculos innecesarios, sufrimientos estériles. El respetable puede parecer un rebaño de nubes negras cerniéndose sobre un torero, pero cuando resplandece esa extraña verdad de seda y percal, los ríos de fuego y apocalipsis que cruzan las gargantas se transforman en gritos de conmoción y asombro: es justo cuando los ensalmos echan a volar gracias a las alas tibias de un sueño.
Recordé, inevitablemente, la despedida de Manolo Vázquez del año 83 en el mismo escenario. Aunque los ojos tuvieran veintitrés años menos, ya sabían distinguir lo que era historia y lo que era calderilla: no era un ojo burlado por la euforia, era el toreo de frente de un hombre insustituible. En esta ocasión, juraría que era lunes y era mayo, la ceremonia la vivía un hombre de luces levantinas al que un toro le echaba el aliento en sus zapatillas y al que se le cruzó, como un susurro de los ángeles mayores, la palabra adiós. Se fue José María Manzanares, y en el enjambre de soles y sombras del tendido brotó la ovación cerrada de los corazones agradecidos. Los mismos que un toro atrás mentaban sus castas todas se transformaron en voces roncas de pasión. Qué cosas.
Marchó a hombros el t