Recuerdo a Raúl como un lánguido y espigado muchacho, delgado, educado y bonachón, que en nada anunciaba que algún día podía ser campeón de España de boxeo. Aquel hijo de unos amigos mostoleños se ha convertido en la reciente medalla de oro del campeonato junior español en la categoría de peso medio, y el noble arte del boxeo ha transformado aquel cuerpo flacucho y encorvado en un musculoso y acompasado gigante con tipazo de atleta de primera. Que los exquisitos abolicionistas de todo lo que se menea no se preocupen en exceso: el boxeo de Raúl no es el profesional, es el que se practica con casco protector y tan sólo a tres asaltos. Yo, perverso y malvado aficionado al boxeo, he tratado de convencerlo de que considere algún día su paso al profesionalismo, pero El Koeman, así conocido por su pelo rubio y su planta robusta, ni siquiera lo considera. Una pena, el boxeo español necesita campeones del mundo y este chaval lo podría ser, como lo es ahora mismo Javier Castillejo –el boxeador español más galardonado de todos los tiempos– o como será cualquier día el gallego Iván Pozo o El Niño Nohales o Chupete
Díaz Melero, campeones europeos. Pero entiendo sus reservas porque el boxeo profesional no es fácil, no supone ningún paseo sobre lechos de rosas, hay que estar ciertamente prevenido para que no te tomen por el pito del sereno y hay que evitar guantazos de órdago de tíos, normalmente, muy fuertes. Ya sé que hay mil argumentos racionales para desterrar el boxeo profesional de nuestros gustos y costumbres, pero no puedo resistirme al atractivo de un deporte espectacular, apasionado, literario, cinematográfico, plástico y brutal como ése. Desde pequeñito –las veladas en el Velódromo de Mataró eran históricas–, me aficioné de la mano de mi padre –médico de boxeadores– y ya no he podido ni he querido abstenerme. Sometidos al silencio por la corrección política de algunos medios informativos repletos de moral de pacotilla, los aficionados al noble arte tenemos que saber de los campeonatos ganados por españoles a través de la clandestinidad de Internet. ¡Qué lejos la transmisión de aquellos combates de Perico con Furuyama con medio país pendiente del televisor! Perico peleó con una costilla rota y ganó a los puntos en una pelea memorable que lo consagró como campeón mundial. Luego llegó aquel chino llamado Muangsurín y lo quitó de en medio en Bangkok de una soberana paliza, como quitó del campeonato a Miguel Velázquez en una rápida pelea en Segovia en la que exhibió ese boxeo a medio camino entre el kung-fu y el full-contact que hacía que los contrarios le durasen dos asaltos. Yo era –y soy– mucho de Pepe Legrá, la mejor cintura junto con la de Clay, el hombre que bajaba la guardia y esquivaba hacia atrás los golpes en un ballet inolvidable –campeón hasta que se le cruzó injustamente Famechon–, y de Pepe Durán, el sobrio atleta que arrancó el título mundial en una memorable noche en Tokio ante Koichi Wajima al que se pulió por KO en el último asalto. Durán tenía la cabeza tan bien asentada como los pies sobre la lona. Nunca se sentaba en el rincón, siempre era atendido de pie, lo cual impresionaba mucho a sus contrarios y no decía ni una sola tontería, lo cual no era fácil en la literatura bravucona del gremio. Los combates de Pedro Carrasco con Mando Ramos, los terribles de Folledo y Tony Ortiz, los del finísimo Gómez Fouz, todos están enmarcados en una vieja épica de supervivencia y estrellato que se hace inolvidable. Pero si sigo siendo seguidor y aficionado, es por casos como el de Raúl, que pasa horas en un gimnasio entrenando, que tiene una sanísima concepción del deporte, que está cuadrado y que ha desarrollado un elegante y entregado sentido de la competición. Gracias al mismo boxeo al que se le atribuye haber llevado a tanta gente a la desgracia o a la tragedia.
Espero que sea, algún día, campeón del mundo del peso medio, aunque a Segunda, su madre, no le haga la más mínima gracia.
Que hubiera hecho petanca.