Alguien dijo hace poco, yo lo oí, que el olor de castañas asadas venía a ser como el azahar del invierno. Los lugareños de estos parajes del sur desde los que les someto cada semana a la prueba de fidelidad suprema de leerme sabemos de la llegada de la primavera por algo más que el calendario: los naranjos florecen y brindan la soberbia y efímera identidad del azahar, el vapor amable e invisible que convierte unos cuantos días de marzo o de abril en el mostrador de una perfumería. Esa fragancia civil interviene en la memoria de nuestros días más de lo que suponemos, seamos de aquí o de allá, del levante o del sur. La otra fragancia del año es la de invierno, la del frío que avisa ya en otoño, y viene dada por las brasas crepitantes que asan castañas a través de los agujeros negros de una parrilla o de una chimenea blanquecina. Sin apercibirnos, vamos caminando por nuestra misma calle y allí, a la vuelta de la siguiente esquina, topamos con los primeros humos de las primeras castañas. Definitivamente se fue el verano. Hay quien en mi ciudad busca el primer brote de azahar primaveral agudizando su olfato de indagador de fragancias, quien lo intenta encontrar en El Salvador, quien lo espera hallar en Doña María Coronel, en la Plaza Nueva, en el Patio Banderas; es el primer tesoro de unos quince días de golpes de aroma sobrevenidos en cualquier sombra, detrás de cualquier repecho, tras un callejón silencioso o frente a una fuente de caño tímido e indeciso. Las castañas, sin embargo, se avalanzan el día menos pensado. Llegan de Galicia, del Bierzo, de Huelva; son abiertas en pequeñas cruces, asadas a la usanza sabia y dispuestas a la espera entre dos sacos renegros. Y, siendo lo suficientemente caras como para que se las considere artículo de lujo, van unidas a la imagen pobre de la anciana con toquilla o echarpe, medios guantes, espalda encorvada, pequeña casucha de madera y solitaria bombilla pendiente de un hilo. El castañero de la esquina de mi infancia tenía media lengua y largo entender, le temblaba la mano con la que movía la badila y con la que contaba el número que introducía en aquel cucurucho de papel de periódico de arquitectura precisa. Estuvo hace poco, tengo entendido. Humedecía la madera con que hacía las brasas: decía que así el sabor de las castañas se hacía incomparable. Otros le añaden algo de sal al fuego y logran darle el aspecto blanquecino que tanto se lleva ahora en según qué zonas. Desde luego, en Sevilla lo hacen así esos jóvenes que empujan los enormes carritos en los que asan y envuelven –una adorable viejecita no podría mover ni un centímetro esos volquetes rodantes– y que igual colocan aquí que allá. Hoy, que es Navidad, pasaremos la tarde al calor de una chimenea en la que asaremos alguna de las castañas que me suministra Carmen Martínez de Castro y que no sé de dónde saca, pero que son excelentes. Supongo que son gallegas, como ella. Mi suegro agujereó una vieja sartén –sin saber que ya las vendían en las tiendas– que volveremos a posar sobre las brasas de esa leña de encina que nos calienta el paso de los atardeceres de invierno. Crepitan leña y castaña y uno va echando la tarde con esa música sabida de las cosas antiguas, de la conversación a media luz, esa de cuando se desvanecen los últimos rayos de sol y aún no nos hemos levantado a dar la luz por no dejar el calor del brasero. Se me olvidaba: también es tarde de brasero, tan distinto a aquel en el que los mayores nos dejaban «echar una firmica» en el cisco para que reviviera la brasa.
Viva una buena tarde, en cualquier caso, querido lector, y saboree el día. Hágase la Pascua. Tenga una feliz Navidad.