Creo haber relatado en más de una ocasión mi inveterada afición por los best-sellers, esos libros de los que dicen huir aquellos que consideran que leer, además de un placer íntimo, es un ejercicio de distinción mediante el cual significarse y diferenciarse de los demás. Hay lectores que no sólo se esfuerzan por encontrar perlas en ediciones solitarias y escondidas, sino que intentan, por lo menos, que sean de tirada no superior a los quince mil ejemplares: entonces, el placer es redondo y la superioridad con la que te miran si dices que te has distraído mucho con El código Da Vinci alcanza cotas de auténtico vértigo. He comprobado lo divertido que resulta provocarlos cuando están en foros propicios a su especie: si dos elementos de espesura cultural demostrable están discutiendo acerca del compromiso de la poesía estructural de Fulanito, acostumbro a sacar a colación una provocación que no falla y que no es otra que decirles lo bien que me lo pasé con la novela de Vizcaíno Casas dedicada al puterío selecto de tiempos del franquismo. Niñas al salón se llamaba, no os la perdáis, concluyo. No sabes si es que creen haberte oído eructar o si el gesto que hacen de girar medio cuerpo hacia otro lado es para evitar contagiarse de algo. Tú puedes quedar como un palurdo retrógrado, pero te ríes muchísimo con la cara que se les queda a ellos, esos estupendos seres que desprecian, por ejemplo, a Pérez-Reverte, aquí mi vecino, por el simple hecho de vender trescientos mil ejemplares de cada libro. Un autor de mi preferencia y que este tipo de lectores desprecia hasta límites insospechados, por el que tengo indisimulada veneración, es Frederick Forsyth, creador de relatos de acción excelentemente armados y de éxito incontestable. Su reciente novela, El afgano, es un prodigio más de cómo la escritura está al servicio del lector sin el necesario prurito de hacer literatura –cosa que sí le pasa al otro tiempo excelente Le Carré– y sin más justificación que la de hacer negocio con el disfrute de los demás. Y, encima, reconocerlo, como hace Forsyth. La fábula del británico es tan magnífica como lo fue El veterano o El puño de Dios y cumple con una de las características de sus novelas: la acomodación de la trama a la actualidad mundial. Al Qaeda, Bin Laden, el MI5, la CIA y otras hierbas conforman un argumento que sirve, entre otras cosas, no sólo para entretenerse, sino para entender perfectamente la historia de los hervideros afgano y pakistaní, que no es poco. Ni que decir tiene que el bueno, por supuesto, es la hostia de bueno y los malos son malos de cagarse –que es lo que pedimos los lectores limitados por prejuicios intelectuales y simplismo existencial–, con lo que, de momento, te posicionas ante la narración como lo hacíamos de pequeños ante las películas de vaqueros o de romanos: como parte interesada y sufridora. El ritmo, la tensión, el conocimiento de los terrenos que exhibe el puñetero hacen que uno no se despegue de las páginas ni siquiera para contestar al camarero que nos pregunta lo de la leche fría o caliente. No es el libro que nos elevará el espíritu, que nos hará mejores, que nos magullará el cojín de las emociones, pero, al igual que otros volúmenes nacidos con vocación entretenedora, sí es el libro que nos hará despreocuparnos de otros menesteres. Y alármese: la hipótesis de trabajo con la que Forsyth construye la historia (Forsythe es verosímil, no un maestro de la ciencia ficción) es la de un próximo atentado de Al Qaeda; en esta ocasión no serían los aviones los medios de ataque, sino que aquello que utilizarían los suicidas y fanáticos islamistas sería un barco, un gran petrolero que atracar y explotar en un puerto cualquiera de Occidente o en un estrecho estratégico que bloquear para estrangular la economía mundial. Pero no es exactamente así como lo desarrolla este tío. No les cuento más, sorpréndanse ustedes mismos. Y luego díganselo a su amigo cultísimo.