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Cándida Villa y Guillermo Fesser
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Hay un ejército de mujeres que no sé si han levantado el país, pero sí estoy seguro de que, al menos, lo han fregado, que ya es de por sí una forma de ponerlo en pie. «
No conozco mancha que no se quite con el agua», dice una de ellas, protagonista de una película llena de temblor, pellizco, sentimiento y gracia.
Ella es Cándida Villar, tan auténtica como su lenguaje de flores siemprevivas y su razonamiento de aplastante sencillez. Hija de la soledad y de otras formas de adversidades, a Cándida –que nombre tan bien puesto quiso el destino para ella– ha tardado en sonreírle la vida la friolera de setenta años o así: gracias a los delirantemente talentosos Gomaespuma, esta mujer de rodillas vigorosas y discurso surreal ha conocido la notoriedad remunerada desde hace unos cuantos años. Antes de ello, ha conocido escaleras, azoteas, retretes, encerados, oficinas y cocinas en los que ha dejado su vida echando agua y jabón. A la par, la fortuna no quiso premiarla con una familia estructurada y feliz, con amantísimo marido y probos retoños, sino que la abofeteó con la reproducción doméstica de todo el catálogo de desgracias sociales de nuestro tiempo, desde la droga hasta el desapego, desde la esquizofrenia hasta la golfería, cosa especialmente sangrante desde el momento en que a su comportamiento como madre jamás podría ponérsele más reparo que el tiempo empleado en trabajar para darles de comer a todos.
Crítica de cine del más celebérrimo programa de las tardes, en Onda Cero, esta andaluza de Martos ha recibido en un solo día de emisión más cariño que en toda su larga y áspera existencia, ya que su vida, escrita en Cándida: Cuando Dios aprieta ahoga pero bien, no ha sido sino una permanente carrera de obstáculos a cual con más mala leche.
Guillermo Fesser supo darle la vuelta a la ternura que el personaje despierta y aprovechar en beneficio mutuo la incontestable gracia de una mujer de escasa o nula instrucción, pero de inmensa cultura menuda.
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Cartel de la película
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La película, que se ve en los cines y que ha congregado ya a más de medio millón de criaturas, está confeccionada con el mimo de un orfebre doméstico, descreído y burlón, comprometido y afectuoso, capaz de relativizar tragedias personales y bucear en el alma de los malditos para encontrarles el tesoro de su ternura. Algunas escenas, de puro guión escrito y gestual, rozan lo sublime, como cuando ella se enfrenta a las cámaras de un telediario para confesar su desgracia y es capaz de saltar en triple pirueta sobre sí misma para arreglarle la vida sentimental al presentador del informativo, o como cuando recibe la llamada de su hijo para pedirle que abandone su sueño en Nueva York y vuelva al único infierno cotidiano al que ella entiende pertenecer.
Dice Cándida: «Los sueños tienen sentido mientras los deseas; una vez conseguidos, misión cumplida y a otra cosa». Gran enseñanza de resignación. Nunca creí, por ejemplo, que una canción como la vieja Gwendolyn, de Julio Iglesias, pudiese tener tan alto contenido emotivo y desgarrador como cuando la interpreta su hijo Javi en la cárcel poco antes de quemarse el colchón con un mechero. Sencillamente estremecedor. A un servidor, que ya no va al cine porque le aburre y porque está infectado por el peligroso virus de la pereza, le reconcilia con las taquillas encontrarse con historias que no están inspiradas en la guerra civil, en el héroe bobalicón y vigoréxico o en la irrealidad social que casi siempre muestra la industria cinematográfica. La película de Fesser y de Cándida, esa estrella que ha nacido para no morir estrellada, es una excitante propuesta para una tarde cualquiera, y si a usted, como a mí, ya sólo le excitan las verdades de barrio, le pellizcará inmisericordemente esos sótanos misteriosos en los que esconde su emotividad.