En este oscuro y anticuado acudidero se sirve parte de la excelencia que tanto gusta a los venecianos. La sepia es su gran creación
Venecia, sin decadencia, sería un forillo animado por extras, un parque temático deficitario, un tozudo intento del hombre por mantener paraísos inventados. Sin embargo, cada desconchón de cada casa es una prueba palpable de su verdad. Parece que se va a caer definitivamente y nunca se cae. Se queda vacía, se puebla de extraños circunstanciales, se pudre de humedad, y, a la vuelta, resurge cada noche de su ceniza milenaria. Milagroso: unos majaretas, cientos de años atrás, despoblaron bosques vecinos y cercaron con millones de árboles cada isla y cada bloque para que se pudiera construir sobre ellos el esplendor de lo que hoy conocemos. Esa madera incrustada en fango no se descompone y sirve de cimiento y contención a edificios asombrosos. Supongo que déjà vu. Venecia es la utopía final, tal vez la única, de todas las que tienen forma de ciudad. Fue independiente durante más de mil años, hasta que llegó Napoleón e hizo lo de siempre, robar y trincar. Una vez saqueado el joyero la cedió a Austria y ésta, tras alguna pirueta más, la endosó a la naciente Italia. Curiosamente, a ello voy, no hay un solo hálito de secesión ni de tontería semejante en todo el territorio. Que se tome nota.
En San Polo, tras atravesar el puente de Rialto -que, como el barrio del Lido, tiene nombre de cine de reestreno- mengua la agobiante concentración de turistas de toda especie y se camina sobre un asfalto entrecruzado por canales algo más verídico que el agobiante San Marcos, donde todo japonés es posible. Trenzando recorridos caprichosos se da con la calle de Scalater, do mora Da Fiore. No es el único Da Fiore de la ciudad, ojo. En este oscuro y anticuado acudidero se sirve parte de la excelencia que tanto gusta a los venecianos, que, aunque parezcan especie en extinción, aún existen. La sepia, en verano, es su gran creación. La pasta -espaguetis, sin ir más lejos- la preparan en el jugo negro de su tinta y resulta sencillamente excelente, como el risotto. La sorpresa asalta cuando la carta ofrece esas pequeñas castañetas, o choquitos, o sepietas -algo más grande que las andaluzas puntillitas-, fritas. Pedir pescado frito en Venecia se me antojaba como pedir lechazo en Ibiza, un riesgo en principio, pero el resultado no pudo ser más excitante: sabroso, crujiente, intenso, marino, fresco. No sabía que los venecianos están orgullosos de su fritura; tienen razones para ello. Otras curiosidades se elaboran con anchoas y cebollas dulces y, por supuesto, pasta al dente. Si usted es de los que cree que la mantequilla, la nata y otros detritos no hacen sino estropear el conjunto, deberá negociar para que se lo preparen con aceite de oliva; hay que convencerlos, pero lo hacen. Las sardinas no las preparan mal, y el pulpo, los berberechos y las galeras cocinados al vapor y presentados en ensalada son excelentes. Trabajan todos los pescados del alto Adriático, que son muchos y buenos, y se dejan caer con el característico arroz con guisantes, particularmente sabroso como todo arroz con verduras. Como toda Italia, ese invento del siglo XIX siempre en permanente Renacimiento, Venecia perece en sus caldos: los vinos del Véneto son flojos y fugaces y no merecen mucha atención. El resto de los vinos italianos, disculpen mi atrevimiento, tampoco lo merecen en exceso, aunque si alguien quiere convencerme de lo contrario, ahí abajo está mi correo para admitir sugerencias y aprender lo que seguramente no sé.
Le hablarán, seguramente, de Harry´s Bar. Ahí inventaron el Bellini, que es un cóctel mediocre de champán y jugo de melocotón. Presumen de carpaccio, pero no es para tanto. Está frente al Gran Canal y tiene su qué. Pero tampoco mucho qué. Está mejor el Antico M