Fuera de los de piscifactoría, resulta casi imposible dar con uno de esos a los que ya se da en llamar ‘salvajes’
Un sobrino de un servidor, Guillermo Herrera, lumbrera valenciana que vive en Noruega, donde estudia un posgrado de Biología Marina, me dice que aquél es el marco ideal para estudiar la cosa esta de los peces y su circunstancia. Pero preguntado el joven por la frondosidad de los mares del norte y su generosidad en variedades piscícolas, arruga el rostro y me asegura que del arenque, el salmón y el bacalao no se sale. Muy buenos los tres, pero para de contar, querido tío. O sea, que nada de merluza, de boquerón, de dorada… ni de rodaballo, le digo. Y me contesta: de todo eso, como nos descuidemos, pronto no habrá ni en el Mediterráneo. Pues vaya.
Viene esto a cuento de que lleva este cronista buscando el rodaballo perdido casi una generación. Parece que es el pez que nunca existió: fuera de los de piscifactoría, resulta casi imposible dar con uno de esos a los que ya se da en llamar ‘salvajes’. A Mercamadrid, gran lonja de pescado a pesar de ser de interior, puede llegar uno o dos en días alternos. ¿En qué se diferencian?: pues en el grosor, básicamente, y en la intensidad del sabor. Incomparables. Creo que sólo lo he comido una vez. Fue en Muxía, cuando el Prestige: allí recalamos algunos periodistas en busca de la crónica negra y pegajosa del petróleo y, en acabando nuestro cometido, preguntamos lo que siempre preguntamos los buscadores de perlas: ¿dónde se come bien aquí? Y nos dijeron que en el bar tal de la calle cual nos darían lo que hubiera. Pues caramba con lo que había. Un bar, efectivamente, con algunas mesas servidas por una dulce muchacha de mofletes colorados nos dio la oportunidad a Ignacio Camacho, Lorenzo Díaz, José Antonio Naranjo, Antoñito García Barbeito y un servidor de casi tocar el cielo. «Sólo tengo rape y rodaballo», nos dijo en el acento de la tierra. «Pues traiga de todo», le contestamos en el mayoritariamente sureño que exhibíamos los cronistas. No hay nada más insaciable que un periodista hambriento. Y lo trajo. Y en aquellas mesas cubiertas de manteles de papel vino a recalar el milagro en forma de pescado. Inmediatamente nos preguntamos si aquello había sido flor de un día, una raya en el agua, o si era la costumbre local, porque, de ser así, había que censarse en aquel pueblo castigado por la marea negra y recompensado después larga y merecidamente por el Gobierno de turno. Supimos que, efectivamente, no había todos los días, pero que cuando aparecía como surgido de los mares, era muy celebrado por propios y extraños. Después de aquella jornada memorable, algunos hemos dedicado muchas horas a dar con otro ejemplar como si estuviésemos buscando el monstruo del lago Ness, que ahora parece haber sido un elefante, por cierto. Sin mucho éxito: no pocos de los que te aseguran haberlo pescado con sus propias manos lo han comprado al mayorista que lo compra, a su vez, en piscifactoría –ojo: ser de piscifactoría no quiere decir que sea malo; a mí me sigue pareciendo sabroso y extraordinario, aunque menos–. Conclusión: o siempre hubo poco o lo hemos esquilmado, como podemos esquilmar las especies que citaba más arriba. Llegará un día en que todo el pescado que comamos sea de granja o esté congelado, avisan los expertos más agoreros. Es decir, o nos vamos a Muxía a pequeños acudideros a pie de pesca o nos acostumbramos a empequeñecer los sabores para así garantizar la continuidad de la variopinta fauna marina. O ampliamos el espectro a otros peces de menos costumbre. Entre los japoneses, que se llevan la mitad de lo que se pesca en determinados caladeros –véase el atún–, y la necesidad de mantener flotas concretas en lugares concretos so pena de de