Qué mejor homenaje a la memoria de una hija que repartir el beneficio de lo que hemos aprendido entre los que pueden necesitarlo
María era una joven de apenas catorce años cuando un mal golpe en una mala mañana la apartó de la carrera de la vida. Hija de bodegueros, poseía una marcada personalidad que, a decir de quienes la conocieron, la hacía tan dulce como rotunda y tan flexible como determinada. Cuando muere una niña, mueren a su vez cientos de paraísos soñados, enmudecen todos los poemas, se desvanecen los ensueños, se fecundan por miles las semillas del llanto y brotan extrañas flores de despedida en los jarrones de cada rincón.
Su padre, Fernando, es uno de los grandes innovadores del apasionado mundo del vino. Su madre, Marisol, es un ángel desalado que guarda en su sonrisa cada gesto de su hija. Remírez de Ganuza es, a su vez, una extraordinaria bodega de la Rioja alavesa que tiene su sede en Samaniego, allá donde Álava se hace carne a las puertas de Logroño, en la que se cría un vino extraordinario que goza de las mejores calificaciones de los muy raritos especialistas de la cosa. Su sistema, que sería yo ahora mismo incapaz de sintetizar en unas pocas líneas, hace que sus caldos sean elegidos por aquellos que descubrimos mil mundos dentro de una botella negra, que recitamos a Neruda cuando decía que «el vino abre las puertas con asombro y en el refugio de los meses vuela su cuerpo de empapadas alas rojas», que nos bebemos, sin saberlo, los perfiles de la cordillera del Toloño y las aristas de la iglesia de la Asunción de su pueblo y ya el mío, que nos crecen en la piel los betunes verdes que describió el poeta aquel día en que se encaminó hacia los túneles acres de la noche. Trasnocho era, hasta hace unos días, su gran creación: vino celebérrimo, hace que podamos entrever mariposas viejas suspendidas en el aire y causa en los aficionados un así como el aturdimiento. Pero Fernando ha decidido doblarle la mano a lo sublime y tuve el honor de que me mostrara, hará unas lunas, el vino que quiere dedicarle a su hija: si algo se parece a lo soñado, es lo que este bravo navarro de palabra justa acaba de embotellar en memoria de su sangre, esa que se tumbó en la inexplicable pesadilla de los inviernos fríos. Atiendan a eso. Será un vino caro, pero lo será no sólo por la manufactura, sino también por la causa. La Fundación María Remírez de Ganuza destinará los beneficios de la venta de ese caldo portentoso a las muchas causas pendientes a las que María hubiera querido dedicar sus pagas de domingo. Qué mejor homenaje a la memoria de una hija hermosa que repartir el beneficio de lo que hemos aprendido entre aquellos que pueden necesitarlo más que nosotros. Compren ese vino, si alcanzan la posibilidad de adquirirlo. Se llamará como ella. Beberán lo mejor de Rioja que jamás he bebido en noche alguna, sabrán lo que es acostar el roble en su lengua, se sentirán cepa eterna, uva nueva, palabra tinta, viñedo sabio. Pero, por encima de todo ello, extenderán sus manos rugosas para que otras manos no caigan en la maldición de convertirse en mármol. Hay mentes a las que cruzan las espadas mientras les cantan la última nana, y noches irresolubles en las que el hastío se hace carne, y vinos que se parecen al beso de una chiquilla. Si todo se conjuga para espantar pequeños diablos y maldiciones inexplicables, habremos dado sentido a la vendimia de amores que este matrimonio recolecta cosecha a cosecha. No sé si le hago una faena a Fernando publicando este suelto, pero se me antojó la historia embriagadora y bella, serena, práctica, generosa y conmovedora como un beso surgido de las entrañas de un barril de roble joven.
Hoy, precisamente Domingo de Resurrección, María vive en secreto, sonríe a lo lejos, alimentándose de la savia viva de un vino eterno.
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