La Fundación Gregorio Ordóñez me había invitado a presentar el acto anual mediante el cual premian a quien ellos consideran que se ha distinguido por su inequívoca postura en contra del terrorismo y a favor de la memoria de las víctimas. Fue un acto emotivo: recordar la figura de Goyo Ordóñez, el concejal popular asesinado por la ETA hace ya doce años, es un higiénico ejercicio de justicia y lealtad para con todos aquellos que han dado su vida por sus ideas, por su país y por la libertad. Los que mataron a Goyo –Lasarte y García Gaztelu, hoy en prisión– sabían muy bien a quién mataban; con aquel disparo quebraron una esperanza y dejaron sentadas las bases de su posterior socialización del sufrimiento, la que llevó a la muerte a tantos hombres y mujeres.
Una historia, conocida, en suma, pero de la que nunca está de más hablar, especialmente en estos tiempos que corren, confusos y cobardes. Dos o tres días en San Sebastián era lo que me permitía aquella convocatoria y dos o tres eran los que me pensaba dedicar a visitar amigos, a acudir a mis templos gastronómicos favoritos y a descubrir algo de lo mucho que no conozco.
Dedicarme, en pocas palabras, a caminar por una ciudad prodigiosa que guarda en el color de su fotografía histórica algún tono del sepia señorial de las ciudades del norte. Gracias a Óscar Terol descubrí Portuetxe; gracias a Manolo Cabrera, el Bar Antonio; gracias a Román Cendoya, el Ikamika, y gracias a Pepe Dioni y los Kolditos, el impresionante Elkano de Guetaria. Terol, ya saben, el talento humorístico y comunicativo más brillante de aquel rincón –«no te equivoques, Carlitos, los vascos ya nacemos con los cojones tocaos»–, me invitó al asombro de una parrilla clásica en la que el buen producto lo dice todo: el besugo y la carne eran dos escándalos emplatados.
La parrilla de Elkano, la consagración de la primavera de la calidad, es aún más sorprendente: se atreven a emparrillar cosas que jamás nos saldrán bien a usted o a mí, como las cocochas o las nécoras. ¿Se puede servir una nécora a la parrilla? Sí, si sabe hacerla, y le aseguro que el sabor es exuberante. Aitor, el hijo, te canta la comanda explicándote hasta la matrícula del pescado que vas a comer, por qué parte de las rocas fue pescado, con qué Luna y con qué marea y las ventajas de comerlo habiéndolo capturado así o asá.
Esa casa es portentosa, una de las mejores mesas en las que me he sentado en mi vida y tiene un precio razonable. Cuando Manolo Cabrera vino a buscarme a la emisora y le advertí de que quería conocer algo nuevo y sugerente, me llevó a un bar que creí haberlo visto mil veces en los muchos establecimientos mediocres de España en los que te sirven unas papas bravas despreciables y algún boquerón en vinagre para echar a correr. Me equivoqué: obviamente, tratándose del exquisito y magnífico vasco rociero que es el Letrado Cabrera no podía ser otra cosa que un abrevadero deslumbrante: levanté la cabeza y vi una larga lista de pinchos capaz de nublar la vista del más exquisito, comenzando por aquel que le ha merecido su último premio, una morcilla albardada con una uña de foie en lo alto que quita todos los males.
Tan soberbio como aquel pastel de pescado que era una seña de identidad de Astelena, el bar que Alfonso, la gracia norteña personificada en un tipo de envergadura, tenía en la Parte Vieja. Cerró Astelena y se llevó su pastel y sus inventos al corazón de la ciudad, a la vera de la Avenida, y abrió Ikamika, lo último en lo clásico, donde cualquier grandeza es posible. Aconsejo vivamente una pasada por su barra blanca y larga, surtida de vinos nuevos y sabores viejos. Y también que hablen con AAlfonso, o le escuchen, si en algún momento sale de la cocina a recibir.
Hay más, pero vendrán en nuevas tomas. Me quedé sin poder visitar Gaztelubide, la sociedad gastronómica en la que mora el poderoso Orfeón de La Castaña, y aún me duele la ausencia. Tengo que volver para ir a verlos. ¡Ah!, y la semana que viene hablaremos de Martín Berasategui.