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12 de febrero de 2006

El fibroso coraje de una mujer en rosa


Se me asemeja a un torero sin cuadrilla ni apoderado que pelea a diario sin la ayuda de engaño alguno

Bajó Rosa Díez a mis predios vestida de negro vaporoso y sobrante. Vino con la prisa de los eurodiputados y, a la vez, con la serenidad nervuda de los carteros rurales: traía voces del norte embutidas en su media sonrisa demoledora. Enjuta a lo lejos, enorme en la cercanía, la hija de un condenado a muerte durante el franquismo platicó ante un absorto público congregado en el Instituto Murillo, con motivo de unas jornadas educativas sobre la paz y su circunstancia, el cual bebió una a una sus palabras en el convencimiento de estar ante una llanera solitaria acostumbrada a dormir al raso ideológico con el solo abrigo del convencimiento de llevar la razón cogida por las riendas. Hay vascos que arriesgan su vida para garantizar la libertad de los demás, y esta vizcaína de aire inquieto y melena corta es la primera en hacerlo patente cuando asegura que la suya, la vasca, es una sociedad muy cobarde en la que sobresalen, como tallos inalcanzables, seres humanos absolutamente heroicos como Pilar Elías, la mujer que derrocha dignidad y ovarios cada mañana cuando abandona su casa camino del Ayuntamiento de Azcoitia y se topa de bruces con la mirada asesina del cristalero que liquidó a su marido y que ha ido a instalarse, ¡oh, casualidad!, en los bajos de su edificio. A Pilar, como a Rosa, no la han matado, pero han procurado no dejarla vivir, haciendo cierto el mensaje que el PNV le trasladó a ETA poco después del despertar cívico de aquel Espíritu de Ermua que tanto llegó a inquietarles: no les mates tú que ya les excluyo yo. A las Rosas de tallo firme y talle abarcable no han podido inocularles la historia que algunos majaderos inventaron con motivo de mantener privilegios de tribu. Rosa se creyó en su día los cuatro lemas pelados de los seguidores de derechos históricos que hablaban de igualdad y justicia, y así le va: se me asemeja a un torero sin cuadrilla ni apoderado que pelea a diario sin la ayuda de engaño alguno. El toro aprieta, pero ella es más ágil que los que la persiguen para cocinarla lenta como una triste cococha. Denuncia ante quien quiera oírla –que somos muchos– que ETA ha recuperado la esperanza de que la democracia española le pague para que nos dejen de matar. Y, así, están que se salen. Si no lo hacen, es por ese puñado de vascos rocosos que resisten agarrados a una verticalidad que ya no se lleva y que tan diferentes resultan de la ciudadanía adormecida, de la sociedad débil deseosa de no tener que salir a la calle a pedir libertad. Su vida jamás podrá ser la de los perdedores; en todo caso quedará presa de una rapsodia digna y solitaria elevada a las cumbres a través de su voz de calentura y nervio.

Atractiva hasta decir basta, la ciudadana Díez, señoría de los asientos fríos de Bruselas, pronto será expulsada de palacio por decir la verdad, esa incomodidad revolucionaria tan en desuso. Poco importa, porque siempre tendrá los pequeños palacios de las calles y las casas. El relativismo al que se apuntan quienes prefieren no haber leído al filósofo Ratzinger y que les permite a ellos acomodar la verdad a la conveniencia de los tiempos no va con ella. Rosa, que no creo que frecuente mucho las sacristías, se ha hecho carne de paradigma y viene a darle la razón al teólogo que hoy viste de blanco. Ya ven.

Después de pasear sus reales por el amplio pasillo de esta España que le oye y la aplaude, sabe que no está sola. La seguimos por los fríos páramos de esta noche pasajera quienes vemos en ella lo que siempre hemos querido ser: el ejemplo vivo de la dignidad y la valentía.

Quedo a sus pies, señora.
 


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Comentarios 1

15/06/2006 21:39:31 Mar
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