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20 de marzo de 2006

Yo viajaba en ese avión


Cientos de medios querían recoger nuestras impresiones por ser protagonistas del primer y tal vez único vuelo puntual de la T-4
 
 

El rumor comenzó a expandirse con la velocidad del láser una hora antes de la salida del vuelo. Los largos pasillos de la T-4, por los que los viajeros hacen una rodadura aún más larga que la de los propios aviones, comenzaron a llenarse de trabajadores perplejos y clientes expectantes que se miraban, boquiabiertos, y que contenían a duras penas el impulso de abrazarse y proferir alaridos de júbilo incontenido. Si todo seguía el inverosímil curso de los acontecimientos intuidos, el vuelo de Iberia 112 destino a Sevilla iba a salir puntual. La incredulidad se hacía carne en no pocos viajeros desalentados, pero la evidencia se iba imponiendo a medida que pasaban los minutos: treinta antes de la hora marcada, las cuatro de la tarde, junto a la puerta H-8 se congregaban cientos de curiosos y no pocos medios de comunicación a los que les había llegado el rumor. Nadie daba crédito cuando llegaron las dos azafatas de tierra de la compañía, con los ojos como platos, aupadas en hombros por dos controladores fuera de servicio y un reguero de ciudadanos entonando con voces temblorosas el «hosanna, hosanna». Los trabajadores de las tiendas y los restaurantes de la terminal habían dejado sus puestos de trabajo y aplaudían, llorosos, subidos en los asientos de espera destinados a machacar las lumbares de los pacientes turistas. Una banda de músicos que llevaba diez horas esperando su vuelo a Múnich se arrancó interpretando una versión salsera del When the Saints Go Marching In y cientos, miles de globos de colores comenzaron a caer desde los altos y curvados techos de la terminal. Los guardias civiles lanzaban sus gorras al aire como en el final de curso de una universidad norteamericana, al igual que los chaquetas verdes, los chaquetas rojas y los chaquetas azules hacían con sus prendas y con sus compañeros de menos peso. Una embarazada de nueve meses no pudo con la presión y allí mismo dio a luz, ayudada por dos mecánicos del Boeing 747, los cuales alzaron, victoriosos, a la niña como los vikingos alzaban la jarra de cerveza. Los afortunados viajeros a los que nos correspondía vivir ese momento histórico éramos abrazados por otros que llevaban viviendo allí desde hacía dos o tres días y, en el momento de entrar con nuestra tarjeta de embarque ¡veinte minutos antes de la salida programada!, fuimos objeto de una de las ovaciones más cerradas que se recuerdan en España.

Eran, efectivamente, las cuatro en punto cuando el avión era apartado del finger para proceder a su maniobra de despegue, que se hizo algo dificultosa porque la misma pista estaba repleta de personal del aeropuerto. Un batallón de limpiadoras y limpiadores, así como otros trabajadores de mantenimiento, corrían parejos al avión lanzando al aire sus escobas y sus cubos; los bomberos nos dirigían el chorro de las mangueras a las ventanillas por las que mirábamos, absortos y emocionados, los viajeros; las jardineras de la T-3 hicieron un pasillo de honor para que el aparato tomara la pista designada, y una compañía del aire interpretó el himno nacional justo cuando la voz temblorosa del comandante Fajardo nos entonó con sones gregorianos la fórmula de «entrando en pista para despegue inmediato».

Los pasajeros, qué decir, nos intercambiamos tarjetas y números de teléfono con el fin organizar cada año una cena de recuerdo. La compañía se sumó a la fiesta descorchando varias botellas de cava y emitiendo por los altavoces un Grandes éxitos de Dyango que todos bailamos hasta el momento de aterrizar en San Pablo, donde ya nos esperaba un gentío muy superior al que esperó al Betis cuando volvió de ganar la Copa del Rey. Cientos de medios informativos querían recoger nu


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