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27 de febrero de 2006

Ya está aquí el toro


Asistiremos a un rito que plastifica la grandeza de un arte contra el que no han podido todos los abolicionismos que en el mundo son 
 
 

A pesar del papelón de la pandilla de panolis de los representantes socialistas españoles en el Parlamento Europeo –que votaron en contra de las ayudas a la cabaña del toro bravo dando a entender que, efectivamente, no se puede ser más estúpido–, ya está aquí el toro. Se ha estrenado en Valdemorillo al abrigo de una pelliza y al calor de su gente entusiasta, mientras ya calientan los motores de Las Fallas y La Magdalena y se cierra el cartel sevillano de abril. Y nos espera el Madrid de Isidro y la Pamplona de Fermín, que son dos maneras complementarias de ver el toro –más que al torero, como el Gran Bilbao de siempre–, pero antes habrá que pasar por Cáceres, por Córdoba, por Jerez, y prepararse para Alicante, Granada, Burgos, Segovia, León… Los aficionados cansinos, ésos gracias a los cuales sobreviven incluso quienes maltratan la fiesta, soportaremos inclemencias para ir de un lado a otro en función de nuestras posibilidades y nos deleitaremos, como siempre, con el instante fugaz, con el detalle, con el segundo irrepetible que alimenta la leyenda de un arte irracional –como todos– que no está en desuso, a pesar de lo insistentes y machacones que son sus detractores, esos que quisieran prohibirlo a base de cínicos decretos o totalitarios conceptos del poder. Y no hablo sólo del Ayuntamiento barcelonés, que declaró olímpicamente ‘ciudad antitaurina’ a la Barcelona que vio abarrotarse dos plazas, dos, en sus tiempos de gloria: en las Islas Canarias está prohibida la lidia por decreto, al igual que en la localidad catalana de Tossa de Mar, lugares ambos en los que la autoridad se arroga el derecho de decirnos totalitariamente lo que nos puede y lo que no nos puede gustar. Independientemente de ello, a las plazas de la Península seguirán viniendo, para suerte nuestra, los muchos y buenos aficionados canarios –¿verdad, Caco?– y no menos taurinos catalanes que deben ser, en teoría, ovejas negras de sus comunidades.

Ya llega el toro, digo, a pesar de unos y otros, y a los aficionados nos entusiasma el ridículo tontuno al que se vuelcan determinados políticos poniéndose de perfil para las fotos: los eurodiputados socialistas, ya dicho, se hicieron la foto tonta en Bruselas, y los diputados de Izquierda Unida se apuntaron a la bobería en su día reclamándole a TVE que no retransmitiera corridas en horario infantil, ya que podía crearles a los niños no sé qué trauma. Consiguieron, eso sí, que la televisión incluya una señal de aviso para los padres despistados con el fin de que éstos puedan apagar la tele antes de que el torero reciba de capa. Qué gilipollez. No se deberían preocupar tanto: la televisión pública de la señora Caffarel no está por los toros. Se entrevió gracias a la corrección política de su máxima directora y a la decisión de merendarse al maestro Fernando Fernández Román en cuanto tuvieron ocasión. A los socios del PSOE no les gusta que se emitan toros por la tele y que esos toros se vean en sus respectivas comunidades. Y los del PSOE tragan, claro.

El toro, a pesar de ellos, nos llama desde el campo y nos cita en la plaza. Asistiremos a un rito que, con todas sus contradicciones, con todas sus prácticas fraudulentas, con todas sus miserias, con todos sus excesos, con todos sus señoriteos, con todos sus abusos, con todas sus decepciones, con todas sus tonterías, plastifica la grandeza de un arte contra el que no han podido todos los abolicionismos que en el mundo son. Es verdad que ya no hay antitaurinos como antes y que ni siquiera mis amigos que ejercen como tales tienen la estatura de los que escribieron grandes páginas contrarias a la fies


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