Si los imaginativos tipos que se esconden en las agencias nos brindaran una jornada con sus mejores ideas, lo pasaríamos en grande
Los espectadores más pesimistas aseguran que vale la pena ver la televisión no por los programas que ésta ofrece, sino por los anuncios que se emiten en los preceptivos cortes publicitarios. No será para tanto, pero algo de razón tienen si se contempla el altísimo nivel de los creativos publicitarios españoles, considerados como unos de los mejores del mundo: hay anuncios de televisión que son pequeñas obras de arte, pequeños largometrajes de síntesis perfecta, perlas escogidas de imagen y sonido. Otros son espantosos, claro, pero hablemos hoy de la excelencia, que son la mayoría. La Superbowl, yendo algo más lejos, vale la pena ser vista no sólo por la final de fútbol americano en sí, sino por los anuncios que en los muchísimos intermedios muestran lo mejor de la industria publicitaria norteamericana, que no es manca. Hay tres días, mayoritariamente, en los que las familias estadounidenses se reúnen a comer y a intercambiarse cariños atrasados o pospuestos: Navidad, Acción de Gracias… y la Superbowl; las reuniones en los dos primeros casos no duran mucho, los yanquis son poco dados a la sobremesa larga con polvorones, vinos dulces, brasero y efusividades familiares, pero en el tercero sí y no sólo porque unos sean partidarios de un equipo o de otro, sino porque lo son, fundamentalmente, de los spots creados a propósito para ese pase, que, por cierto, son carísimos. No hay tradición española, me parece, de excepcionalidad semejante, pero si los imaginativos tipos que se esconden en las agencias de publicidad, de mercadotecnia, de cine publicitario, se pusieran a brindarnos una jornada con sus mejores ideas, seguro que todos lo pasaríamos en grande. Casi tanto como con algunos de los ejemplos que estos días se ven en televisión. Uno de ellos, el que pregona las virtudes de la cerveza Águila Amstel, es, sencillamente, desternillante: que a un creativo se le haya ocurrido contratar al portero de Malta, el del doce a uno, para exaltar los valores de la amistad sobre los de la victoria y que éste salga vestido como aquella célebre noche de goles y cohechos es un auténtico derroche de imaginación, de descreimiento, de ironía, de humor inteligente. El tal Bonello, que se ha prestado encantado al anuncio a cambio de su debida remuneración –nunca doce goles dieron para tanto–, se conserva magníficamente e interpreta de forma muy convincente el mensaje subliminal de que a lo mejor aquella victoria no fue tan heroica. Otros futbolistas, Prosinecky y Amunike, protagonizan un originalísimo anuncio de Renault Kangoo en el que vienen a reconocer que resulta mucho más productiva su vida posterior al fútbol que aquellos años en los que apuntaban, pero no remataban. Gracias al automóvil y a lo que éste hace por ellos, claro. La frase final del spot en la que el centrocampista rubio dice: «Todo es para mí» es absolutamente definitiva. Anuncios históricos como el de la Lotería Nacional que creó el extraordinario Rafael Pola han marcado un hito en el género: crear un personaje inquietante como el calvo –que, en palabras de Lorenzo Díaz, no sabes si te va a abrazar o te va a apuñalar– y hacerlo imprescindible referencia de unos días concretos del año, exige mucho talento a sus creadores. Y mucha pericia para quienes han de rodar un pequeño filme que debe emocionar, pero no caer en la cursilería. Y lo hace. Parece mentira que ahora la Lotería haya cambiado de agencia después de que Publicis les haya doblado las ventas gracias a esta campaña. Cosas que pasan.
En fin, que la publicidad televisiva, como sabemos, ha hecho muy popular a muchas personas y personajes, ficticios o reales, frases, ideas, chascarrillos, pero ha servido, fundamentalmente, para radi