Cuando arrancan los primeros compases, algo te dice que ese disco va a resultar inolvidable, que es superior al resto, que vas a llegar a una cumbre inédita. Y llegas. Con sesenta y cinco castañas a sus espaldas, Dylan me acaba de convencer de algo imposible: su tiempo es moderno, aunque no lo parezca. Esta grabación sin excesivas acrobacias es atemporal: un tipo que electrificó el folk y que amorcilló el rock de literatura tiene muy difícil definir con exactitud lo que es moderno y, sobre todo, demostrarlo tocando blues o llorando folk o pespunteando rock. Si los tiempos ya estaban cambiando allá por los sesenta, cuando él los reinventaba desde los clubs neoyorquinos del Village, es sensato pensar que quiera convencernos de que ya se han hecho modernos. Pero todo es pura ironía de un tipo que ya nació viejo, viejísimo. En el 61, Robert Shelton escribió de él en el New York Times, cuando tocaba de garito en garito; en el 63... ya era una figura nacional. El folk se había estancado con la muerte de Woody Guthrie y llevaba tres o cuatro años sin que nadie lo rescatara; cuando llegó el tal Zimmerman empezó a trufar de poesía los sonidos clásicos y comenzó su maniobra para abarcar a tres generaciones, que es por las que va ya. Creo haber escrito que en el 93 o así me personé en el Madison Square Garden a escucharlo reverencialmente. En la tercera o cuarta pieza, me giré a Mariló Montero y le espeté: «Vámonos, es un cadáver». Dios me conserve la vista. Me flotaban por dentro los compases memorizados de Desire, del 76, y Blood on the Tracks, del 74, y aquello me sonaba a plástico nasalizado. Error. Los tiempos seguían cambiando y a mí me cogían camino del retrete. Ahora, tras cinco años en silencio relativo, acompañado por sus músicos de gira, ha limpiado de sonidos innecesarios cada una de las cosas creadas para esta pieza de museo: «En los últimos veinte años sólo se han grabado discos saturados de efectos y ruidos», ha dicho el pollo y no sé si incluye los suyos en el paquete, pero ha sido consecuente con la provocación y ha grabado unas canciones que crees estar escuchando en cualquier club de carretera. Los toques, como digo, son clásicos, que es la mejor forma de ser hoy en día revolucionario; las letras, todo lo crípticas y desengañadas que Dylan es capaz de escribir –con algún poema prestado de Henry Timrod–; la interpretación, un homenaje a los tipos misteriosos que escuchó cuando su tiempo no era aún moderno, sino silencioso. ¿Cuánto hacía que no volvía yo tres o cuatro veces a buscar un disco agotado a la tienda de turno? Igual no exagero si digo que desde el Born to Run de Springsteen, y eso fue allá por el 75. Joder. A un tipo que derrocha un talento así no se le puede hacer la jugada de bajarte el disco de la Red: gástate la pasta y que le llegue lo que le toque, a pesar de que haya dicho que, habida cuenta las atrocidades que se han grabado estos dos últimos decenios, entiende a la gente que se baja música por Internet. Las estaturas históricas permiten decir cosas como ésa.
Así que pasen otros cinco volveremos a este cruce de caminos en el que se encuentran los trayectos del que crea y del que se emociona. Ya no sé si será igual, pero me doy por satisfecho con que en estos años de descreimiento un individuo de esta catadura me haya devuelto al tiempo en el que me temblaban las manos desvirgando un vinilo. Ha entrado, a estas edades, directamente al número uno de los más vendidos en USA, y a pesar de que José Manuel Costa –La tostadora, ABC, un catecismo para mí– afirme –y tenga razón– que en los tiempos que corren un número uno no es sinónimo necesario de calidad, estoy por asegurar que quienes nos hemos retratado en taquilla no somos sólo aquellos de edad que queremos reafirmarnos en un disco. Confío en que mis hijos entiendan que hay muchas más cosas que los lamentos gatunos de la Aguilera o los espasmos electrónicos de cualquier rapero de Brooklyn y confío en que eso lo consigan discos como el presente.
Ay, otra vez, este puñetero Dylan…