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16 de octubre de 2005

Don Ricardo, Asturias en Mayo


Me llamaron siempre la atención los tipos que tienen la tozudez de la patria navegando por la sangre  

Asturias cayó de pie en aquella Cuba que se abría posible como una roja y carnosa sandía de domingo. Se habla siempre de los gallegos, que han cedido su gentilicio a la totalidad de los españoles que poblaron la virginal América de finales del XIX o principios del XX, pero los asturianos, movidos por el deseo de prosperar y conocer, fueron, en número, igual de importantes. De hecho, el Centro Asturiano de La Habana fue el segundo pivote sobre el que giraba la españolidad emigrada: fundado en 1886, fue asociación de socorro y ayuda para los inmigrantes asturianos y uno de los más impresionantes edificios de la ciudad, construido con piedra de capellanía, mármoles, vidrieras emplomadas y cristales de Bohemia. Al otro lado del Parque Central, el Centro Gallego era también obra de hombres modestos que querían encumbrarse y que habían cruzado la mar del mundo a bordo de sus sueños.

El último responsable de los asturianos fue Ricardo Mayo, al que desde dentro de su tramoya cubana, su sonoridad isleña y su rostro soleado le bullía una España heredada de sus padres de la que no quería ni podía deshacerse. A Ricardo fue a quien Fidel le arrebató el Centro Asturiano cuando decidió que el único que iba a tener cosas en Cuba iba a ser él: el centro pasó a ser, como el impresionante vecino gallego, una caricatura decadente de su esplendoroso pasado, un instrumento más al servicio de la nada, al capricho de los inútiles. Y Ricardito, como otros dos millones de compatriotas, se marchó. Miami estaba sólo a noventa millas y era aún un poblachón descuidado al que había que ir floreciendo merced a la inagotable capacidad de trabajo e imaginación de aquellos cubanos para los que no había sitio al sol del comunismo más inoperante y más torturador. No dejó pasar la oportunidad: hoy es un empresario de solvencia que está en el taco, taquísimo, y que no cesa de tocar palos que van de los laboratorios médicos a las emisoras de radio.

En la última cena de la Cámara Española de Comercio de Miami –en la que se homenajeaba a Rodrigo Rato y a la empresa Iberdrola, menudo poder de convocatoria–, Ricardo acudió, cómo no, con toda su aparatosidad humana a cumplir la máxima de que hay que estar donde esté la patria. Porque, para este hombre de nación cubana y nacionalidad norteamericana, tierras a las que tanto ama, España es la patria última ante la que descubrir el corazón. Padre de Alina Mayo, una de las más prestigiosas y premiadas periodistas televisivas de EE.UU., conductora del informativo en español más visto del país, Ricardo prende en su chaqueta los colores de la bandera de sus padres, que es la suya, en recuerdo del día en que, en su adorada Asturias, juró la Constitución y obtuvo el pasaporte que lo asignaba a la lista de españoles por el mundo. Ese día blandió al cielo el documento y lo celebró como sólo un cubano hijo de estas tierras sabe hacer: acababa de cerrar un círculo que abrieron sus padres a principios de siglo pasado cuando dejaron Villanueva de Oscos en busca de parné, futuro y aventura –los asturianos han sido menudos– y ya podía proclamarse español de todo derecho, con todas las letras.

Me llamaron siempre la atención los tipos como el gran Ricardo: corajudos, emprendedores, inagotables… y hondamente sentimentales. Tipos que tienen la tozudez de la patria navegando por la sangre. Resulta encomiástico encontrar gente que quieren ser españoles ahora que algunos quieren dejar de serlo. La Orden del Mérito Civil que le impuso el Rey después de que Ricardo salvara la vida de una niña española abandonada en Santo Domingo no pesa tanto en su corazón como la sencilla bandera que se agita constitucional y serenamente en su solapa.

Asturias mayea permanentemente en el calendario y, entre tanto, otro Mayo en el espejo de América levanta el verde de todas las esperanzas. Aún hay Españas, vengo a decir.


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